miércoles, junio 21, 2017

Caso Posadas: mierda añeja para retratar el México actual. Entrevista con Diego Petersen Farah



Caso Posadas: mierda añeja para retratar el México actual

Entrevista con Diego Petersen Farah*

Ariel Ruiz Mondragón

La tarde del 24 de mayo de 1993 comenzó a esparcirse una noticia que conmocionó a México: en el aeropuerto de Guadalajara el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y su chofer resultaron muertos después de ser acribillados. Tras sus investigaciones, la Procuraduría General de la República, entonces a cargo de Jorge Carpizo, sostuvo la hipótesis de que el purpurado cayó bajó las balas de asesinos bajo las órdenes de los hermanos Arellano Félix, quienes pretendían matar a Joaquín Chapo Guzmán. Todo fue resultado de una lamentable confusión.

Sin embargo aún se sigue cuestionando esa versión. Ahora, en Casquillos negros (México, Tusquets, 2017), una novela negra entretenida y humorística, Diego Petersen Farah (Guadalajara, 1964) presenta, con los recursos de la ficción pero también con algunos elementos reales, una hipótesis alterna en la que se ahonda en la relación entre los narcos, la Iglesia católica y el gobierno mexicano.

Sobre esa interesante novela conversamos con el autor, quien ha sido fundador de los diarios Siglo 21 y Público, de Guadalajara, de los que fue subdirector y director, respectivamente. Actualmente colabora en El Informador.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, sobre un asesinato que ocurrió hace 24 años? Al respecto me llamó la atención lo que dice Adalberto Zaragoza, el personaje de la novela: “¿Quieres remover mierda añeja? Eso nunca es bueno”.

Diego Petersen Farah (DPF): La verdad es que pensé que el caso Posadas es tan complejo y lleno de contradicciones que se prestaba mucho para una novela negra. Entonces es una novela negra de la actualidad que revisita el caso Posadas, que remueve mierda añeja pero lo que busca es retratar un poco cómo está el México actual a partir de un asunto que visto en retrospectiva es un punto de quiebre en una forma de administración del narco por parte del Estado.

Yo creo que hay dos momentos clave en lo último que menciono: uno es el asesinato de Enrique Camarena, cuando se rompió el primer modelo, el del cártel único, y en el caso Posadas se quebró el modelo de diferentes cárteles adiestrados por diferentes agencias del Estado. Entonces, de alguna manera esto fue como el inicio de un proceso de descomposición que nos lleva hasta lo que vivimos ahora. Por eso la novela tiene esa parte del caso Posadas pero también la de la descomposición actual.

 

AR: Al respecto otro personaje, Esther Compay, dueña del burdel Guadalajara de Día, habla de la corrupción en el gobierno, y dice que antes se entendía con alguien del gobierno y con algún funcionario de salud, pero que con la democracia se produjo un caos al respecto. ¿Cómo lo retrata en esta historia, porque parece que con la democratización la corrupción aumentó?

DPF: Creo que es la ruptura de un modelo de control que tenía ciertas reglas no escritas, y el paso a un modelo de absoluto descontrol. Pensamos que la democracia consistía en la transición a través de elecciones confiables, y se nos olvidó que con la democracia había que construir el Estado de derecho, una serie de instituciones alrededor de las elecciones que permitieran que la democracia funcionara. Eso está retratado, de alguna manera, en la novela.

 

AR: La historia parece resumir una buena parte de los problemas y escándalos del país: va desde el porrismo hasta los vínculos corruptos entre el narcotráfico, la Iglesia y el Estado. ¿Esa fue la intención?

DPF: Sí. Yo creo que mucho de la intención de la novela es ver el problema del narcotráfico más allá de la punta del iceberg, porque queremos ver esto y no el entramado de relaciones que lo soporta por abajo del agua. Lo que la novela negra permite es ver el lado oscuro de una sociedad, que es donde se manifiesta todo este entramado corrupto que siempre parece que es el bajo fondo, pero que siempre tiene conexiones con empresarios, políticos o religiosos.

Buena parte de la intención de esta novela negra es retratar ese entramado corrupto, y no es que yo lo afirme sino lo dijo aquel obispo de Aguascalientes: en el cepo se limpiaban las limosnas del narco. No estoy diciendo nada que no haya sucedido, desde los casos de pederastia hasta el lavado de dinero, sino sólo lo pongo en un contexto de novela, que no es un reportaje ni un libro de historia.

 

AR: Al respecto me interesó cómo combina la ficción y la realidad; por ejemplo, al final del libro anota sobre su título que casquillos negros son producto de las balas recargadas que usan los cuerpos de seguridad del Estado, y que varios estaban al lado del auto del cardenal, es decir, un elemento real.

DPF: Lo de los casquillos negros es un dato que me llegó de vista, y esto ¿cómo lo puedo sacar si no es a través de la novela? No tenía manera de siquiera tenerlo en grabadora. A partir de eso lo que hice en este caso concreto fue amarrar los cabos sueltos; por eso no digo “esto es lo que pasó”, sino esto es lo que pudo haber sucedido si amarramos esos cabos sueltos para que tengan cierta lógica, que a lo mejor es equivocada pero que le dan a la novela un corpus, un sentido.

Entonces a partir de la propia experiencia pude poner lo que sabía sobre el caso Posadas en narrativa, y que no sea yo quien lo diga sino que sea el ambiente de la Nunciatura, en Tijuana, lo que narre los sucesos.

 

AR: ¿Entonces es una hipótesis presentada de manera literaria?

DPF: Sí, que no pretende más allá que ser literaria; alguien puede cambiarle su visión sobre el caso Posadas al meter el elemento de que efectivamente la Iglesia estaba lavando dinero y que pudo haber sido una de las líneas de trabajo, tema que salió por allí, en algunos momentos se dijo, pero nunca se investigó. Por a ninguna de las dos partes que entraron en un conflicto absurdo sobre el caso, el del entonces procurador Jorge Carpizo y sus opositores en Jalisco, les interesaba que eso saliera. Entonces se concentraron en otras cosas de intereses directos, uno por probar una hipótesis llena de huecos, y otro por probar un complot.

 

AR: En la historia hay un par de personajes muy atractivos: el primero es Adalberto Zaragoza, periodista de nota roja despedido de un gran diario y que funda, como se dice por allí, un pasquín llamado Sangre. ¿De dónde salieron los trazos para hacer a este personaje?

DPF: Hay un personaje que es el que tomó la foto del cardenal, Jorge Zamora, que fue un reportero de Siglo XXI, y de alguna manera en su anécdota aquel personaje está muy inspirado en él, no en la personalidad ni en todo lo que le rodea, lo cual ya es parte de la ficción.

En la primera novela que escribí aparece Adalberto Zaragoza ya como personaje como este reportero de nota roja que trabajaba en un gran diario, del que lo terminan corriendo en la novela anterior, y por eso en este nuevo libro la continuidad es a partir de que él funda su propio semanario ya en busca de la libertad de poder sacar las fotos que él realmente quiera publicar.

Lo que creo es que un reportero de nota roja tiene unas habilidades completamente distintas de las de los reporteros que piensan en la política. En la historia hay un momento en el que le pregunta a Tripa: “¿Y por qué yo?, ¿por qué un pasquín como el mío?”. “Pues porque tú va a ir por la nota roja, a investigar qué pasó con el crimen y no por su interpretación política”. Eso le da (entre comillas) pureza o una visión distinta por su expertise que es leer los cadáveres, la escena del crimen, y sabe entender qué hay detrás de cada signo, lo que le permite ser más un personaje de novela negra, policiaca. Es un investigador pero no político sino estrictamente del crimen.

 

AR: El otro personaje fascinante y terrible es Everardo Montes, el cura que es el vínculo entre los narcotraficantes y la Iglesia. ¿De dónde salió este personaje?

DPF: Hay un personaje que en el caso Posadas hizo el vínculo con los Arellano Félix, y de hecho hay algunos elementos de realidad en ese personaje, como que falsifica el acta de bautismo del hijo de Ramón Arellano Félix, y que era el contacto con los Arellano. Pero está completamente novelizado y recreado con elementos incluso de otras historias: en la parte de su infancia puede haber incluso rasgos de la de los padres Marcial Maciel y Gerardo Montaño, aunque se trata de un personaje de ficción, por supuesto.

 

AR: Los personajes hacen declaraciones fuertes, con la de que la Iglesia es una mafia, “la más antigua y sofisticada del mundo” y que Girolamo Prigione es uno de sus operadores más cabrones.

DPF: Hay una frase de Everardo Montes cuando está narrando el encuentro en la nunciatura: “Allí entendí la diferencia entre un narco y un mafioso”. Prigione era un personaje verdaderamente siniestro en muchos sentidos, y quien sí tenía esta gran capacidad de actuar en función de los intereses de la Iglesia, de sus intereses mucho más allá de lo espiritual.

De eso sí hay una parte de la Iglesia, y esto no tiene que ver ni con los curas ni con los creyentes sino de la institución eclesial, que a lo largo de la historia ha sido manejada como una gran mafia o como un gran conglomerado de intereses. Creo que en México el personaje que más representó ese conglomerado de intereses fue Prigione, que, además, como aparece en la novela, es alguien que entiende y sabe lo que pasó, por lo que lo puede utilizar mejor para chantajear al Estado que para resolver el caso. Esto no le interesa sino el poder que le da, por ejemplo, tener a los Arellano Félix en la mesa.

 

AR: Aparecen otros personajes, como, por supuesto, Tripa y el general Ramírez Abarca. En ambos se personifica la corrupción del Estado mexicano.

DPF: El general es una mezcla: a lo mejor no hay ninguno tan malo pero muchos sumados sí hacen un militar así. Tripa es un personaje de los bajos fondos, que también es un poco víctima de la modernización porque lo corren del Cisen porque no pasa el control de confianza, pero en realidad él siempre sospecha que es porque evidenció la farsa que había detrás de la guerra contra el narco.

Son personajes que permiten retratar estas cosas que nos están sucediendo actualmente, aunque su origen es el viejo sistema.

 

AR: Hay otros dos elementos muy presentes en la novela: por una parte el humor y por la otra el amor. ¿Cómo los presenta en la novela?

DPF: Creo que el humor es parte esencial; no sé si un estilo, lo que sería muy presuntuoso, pero cuando estoy escribiendo es la forma de ir liberando la tensión misma de la novela. Los personajes tienen que vivir en el humor porque de otra manera no soportan esa realidad en la que viven.

Los personajes, por más sórdidos que sean, son contradictorios, no puede haber uno muy bueno y otro muy malo, todos tienen límites, miedos y una relación con el amor. Por ejemplo, Tripa crea toda una religión fundada en que el único amor sincero es el pagado, pero llega un momento en que la propia realidad lo rebasa por la edad, porque empieza a sentir cosas que nunca había sentido y que le harán saber que eso es el amor.

En el caso de Zaragoza, yo digo que todos los periodistas tenemos límites, y algunos decían que un precio; él es padre soltero y su límite es muy claro: su hija. Entonces su preocupación de meterse al asunto es poner en riesgo a su hija. Su miedo permanente es no ser un papá para ella por la forma de relación que ha construido. Entonces un personaje que pareciera muy sórdido tiene este lado muy débil.

Entonces lo que me gusta a mí de este par de personajes son esas contradicciones: no son cuadrados sino llenos de pequeñas aristas.

 

AR: Quiero ir sobre su vertiente de periodista: ¿cómo ha sido su paso del periodismo a la literatura y cómo las ha vinculado?

DPF: Fue una transición larga en el sentido de que el momento en que decidí que quería incursionar en la literatura a que lo hice pasaron 10 años, periodo en el que no me animaba. La parte bonita de la anécdota es que el que me aventó al agua fue Juan Gelman. Un día en una FIL me arrinconó y platicamos mucho de eso, y me dijo: “Ya deja de hacerte burro y ponte a escribir”. Eso fue como el gran empujón al agua, pero cuando me metí en ella me di cuenta de que no sabía nadar. La primera novela me costó mucho más trabajo, salió fatal: se las envié a algunos amigos, y me dijeron “esto no sirve”. Estuve a punto de tirarla, pero finalmente la retomé y ha sido un proceso de aprendizaje.

En la segunda novela, aparte de la maduración, en la parte más literaria es mucho más libre y el periodista se va quedando atrás poco a poco.

Como periodista también me ha hecho ser más libre en mis textos, me doy más licencias tal vez porque me doy cuenta de que hay otras formas de narrar que también pueden caber.

Pero si me preguntan, yo sigo siendo un periodista de tiempo completo, narrador en ciernes, en proceso, que se va construyendo en sus horas libres, que son de 6 a 8 de la mañana.

 

AR: Hay otra parte donde Tripa se pregunta: “¿Tendrán algo en común los periodistas y las putas?”. ¿Qué nos dice usted al respecto?

DPF: Es que Tripa va a entregar un maletín de dinero a la casa de un director de una cadena de periódicos. Habrá algo en común entre esos dos mundos medio sórdidos, llenos de relaciones perversas y utilitarias. Yo creo que sí, también porque hay una parte de la prostitución que tiene que ver con la vocación, no sólo en su parte horrorosa.

Yo sí creo que el periodismo está sumamente prostituido en este país porque los periodistas estamos dispuestos a hacer muchas cosas, igual que las prostitutas.

 

AR: En otra parte del libro se dice que los grandes periódicos hoy están diseñados genéticamente para salir todos los días y que son, más bien, periodizombis, “diarios sin alma, sin inteligencia ni espíritu”. ¿Así los ve hoy?

DPF: Hay una crisis que ha mantenido a los medios a partir de vida artificial. Lo planteo muy sencillo: si hoy no hubiera inversión de los gobiernos en los periódicos, desaparecerían en automático. Pero la crisis que ha vivido la prensa a partir de 2004 ha sido paulatina en términos económicos y ha provocado que muchos periódicos vivan para sobrevivir y no con una intención fuerte o clara de país. Decía Tomás Eloy, de lo que le aprendí, que detrás de un periódico tiene que haber un proyecto de ciudad y de país; si no tiene esta gran visión es un periódico sin alma. Esa es la referencia. ¿Cuántos periódicos hoy no saben lo que son sino que nada más viven para vivir? Y eso es lo que hace que el periodismo, en muchos casos, esté en esta crisis espantosa.

 

*Entrevista publicada en Horizontum, 8 de mayo de 2017.

lunes, junio 05, 2017

Excélsior, un espejo del Estado mexicano. Entrevista con Arno Burkholder





Excélsior, un espejo del Estado mexicano

Entrevista con Arno Burkholder*

Ariel Ruiz Mondragón

Uno de los principales diarios de la historia de México lo ha sido Excélsior, que el próximo año cumplirá un siglo de existencia. Ese proyecto periodístico, surgido de la iniciativa de Rafael Alducin y que apareció en las calle en marzo de 1917, cuando el constitucionalismo surgía triunfante de la Revolución mexicana, nos aporta buenos indicios de lo que fue la prensa mexicana durante el siglo XX, mucho de lo cual aún vivimos.

Son seis décadas de la historia de ese importante diario las que son abordadas en el libro La red de los espejos. Una historia del diario Excélsior, 1916-1976 (México, Fondo de Cultura Económica, 2016), de Arno Burkholder, en el que, como dice el propio autor al inicio de la obra, se rescata “el surgimiento de Excélsior, sus conflictos con el Estado, la consolidación del periódico y la gestación de muchos problemas que provocaron el estallido de 1976”.

Sobre ese libro Etcétera conversó con Burkholder, quien es doctor en Historia por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, con un posdoctorado en la Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Ha sido profesor en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, en el Instituto Mora y en el ITESM; en el Centro de Cultura Casa Lamm es coordinador académico de la maestría en Historia de México. Miembro de la Red de Historiadores de la Prensa y el Periodismo en Iberoamérica, ha colaborado en publicaciones como Historia Mexicana, Secuencia, 20/10 Memoria de las Revoluciones en México, Relatos e Historias en México, Emeequis y Chilango.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro sobre Excélsior, una historia enfocada en su funcionamiento, como dice, pero también sobre su relación con el Estado?

Arno Burkholder (AB): Primero: ¿por qué una historia? Necesitamos conocer nuestro pasado. Como historiador estoy convencido de que conocer el pasado nos permite entender nuestro presente. A pesar de que hace relativamente poco acaba de transcurrir el siglo XX, lo cierto es que sabemos poco sobre él. Nos falta entender muchas cosas que ocurrieron en esa época. Sí tenemos material, pero de historiadores sobre el siglo XX todavía nos falta muchísimo.

En específico, Excélsior es un periódico que va a cumplir cien años: ha estado desde la firma de la Constitución de 1917 hasta la visita de Donald Trump hace unos meses. Le ha tocado vivir muchos acontecimientos, ha influido en la vida de este país; allí se formaron generaciones de periodistas, que después llevaron ese conocimiento a otros diarios y por eso también ha influido. Es uno de los pilares de nuestra prensa, y por eso es necesario conocerlo.

Había que hacer una historia de Excélsior, así como hay que hacer las de todos nuestros diarios, para entender nuestra prensa y comprender cómo ha influido en nuestra vida nacional.

 

AR: En el comienzo del libro se señala el declive de la prensa porfiriana, pero también la continuidad que marcaron los periodistas de El Imparcial que fueron a dar a Excélsior. ¿Cuál fue la continuidad con la prensa porfirista que marcó Excélsior en las primeras iniciativas de Rafael Alducin y José de Jesús Núñez y Domínguez?

AB: Un Estado siempre necesita una prensa, lo que es una característica de cualquier Estado contemporáneo. Cuando al fin Venustiano Carranza y su grupo ganaron la Revolución mexicana, cuando contuvieron a Zapata y derrotaron a Villa, se quedaron con la capital y pudieron establecer las bases de lo que hoy es el país, y decidieron que necesitaban una nueva prensa. Ya no podían contar con El Imparcial ni con lo que quedaba de la prensa porfiriana, pero tuvieron que recurrir a los periodistas que se formaron durante el Porfiriato. Todos ellos tenían experiencia, que iba desde saber cómo se cubría una nota, cómo se escribía, cómo se establecían las relaciones con las fuentes de información a todos los niveles y, al final, cuáles son las relaciones que un periódico debía tener con un gobierno.

Eso vino directamente desde el Porfiriato. Considero que hay un know how periodístico, una forma de hacer las cosas que en la prensa mexicana se consolidó en El Imparcial y que se mantuvo gracias a El Universal, Excélsior y los periódicos que les siguieron durante el siglo XX. Ese nexo fue fundamental.

Tengo la impresión de que Excélsior y su gran competidor, El Universal, son un gran puente histórico: de un lado estaban El Imparcial y la tradición periodística del siglo XIX, que fue muy compleja, y del otro lado están un montón de medios, empezando por Proceso, y de allí hasta la prensa electrónica que tenemos actualmente.

Hay una continuidad histórica muy interesante, en la que también se ve la relación tan compleja entre la prensa y el Estado: la primera no tiene muchos lectores y necesita el apoyo del segundo para sobrevivir, y un Estado que considera que debe tener medios y que éstos deben ayudarle. Así se establecieron relaciones de complicidad que vienen de muy antiguo y que siguen hasta hoy.

 

AR: Al respecto hay una anotación muy interesante: dice que en los años 1916-1917 había una necesidad de este periodismo, al que llama “periodismo empresarial”, en el que son fundamentales la colaboración con el Estado, la obtención de beneficios económicos y enfocarse a la clase media. ¿Cómo ha influido esto en el ejercicio periodístico?

AB: Estos periódicos surgieron, sí, con la intención de informar, de ser creadores de opinión en la sociedad mexicana, y también como negocios. Esto lo tenía muy claro Rafael Alducin, y es lo que lo llevó a considerar el tipo de público que estaba buscando. Desde el primer número de Excélsior lo dijeron: queremos enfocarnos a la clase media y que ayude a la reconstrucción del país luego de la Revolución mexicana.

Por ello fue el tipo de publicidad con el que llenaban sus espacios: salas de cine, tiendas departamentales, ropa, agencias de viajes, automóviles, bienes raíces, lo que podían consumir las clases media y alta ya desde esos años.

Por otro lado estaba la relación con el poder: los periódicos siempre van a necesitar el dinero del Estado para sobrevivir, porque la venta directa en las calles, por suscripción y de espacios publicitarios no les alcanzaba. Entonces el Estado siempre tiene que darles dinero, primero con Carranza, quien les consiguió papel barato y, por supuesto, les dio dinero a sus periodistas. De eso se acusó a Excélsior muchas veces.

Luego vino la gran consolidación con Lázaro Cárdenas, quien fue quien institucionalizó la relación entre el gobierno y los periódicos mediante los apoyos que les daba Nacional Financiera, la Secretaría de Hacienda, el Departamento Autónomo de Prensa y Propaganda y Productora e Importadora de Papel, S. A., lo que ayudó a que los periódicos en México sean empresas muy pobres de empresarios muy ricos.

Es un muy buen negocio tener un periódico, siempre y cuando entiendas que tu primer cliente es el Estado. Si quedas bien con éste, él te va a dar papel a un precio mucho menor que el del mercado, le va a dar dinero a tus periodistas para que no tengas que pagarles un gran salario, te va a perdonar las deudas que tengas y la vas a pasar bastante bien. Eso te va a hacer un empresario con mucho dinero aunque tu negocio se esté cayendo.

 

AR: Hay otro mecanismo que señala que surgió con Cárdenas: las “igualas”. El intercambio no era gratuito. Los años veinte fueron una etapa muy crítica de Excélsior con los gobiernos de Obregón y Calles, pero luego vinieron las “igualas”, por las que los periodistas llegaron a sacar más dinero que de su sueldo. ¿Cómo afectó esto el desarrollo del periodismo?

AB: Como los periódicos no tenían lectores había que buscar otras fuentes de dinero. La tradición de pagarle muy poco o nada a los periodistas por su trabajo es antiquísima en este país. Quizá el primero que lo dijo claramente fue un gran empresario del siglo XIX llamado Ignacio Cumplido, que tenía el periódico El Siglo Diez y Nueve: “Yo me imagino a mi periódico como un gran balcón en el que permito que los que escriben se suban en él, y a través de sus opiniones los vea toda la sociedad. Al subirse al balcón mis escritores van a conseguir los contactos necesarios para encontrar trabajos que les permitan ganar dinero. Por esa razón yo siempre les pago muy poco, porque al final yo les estoy haciendo un servicio al permitirles que todo el mundo los conozca”.

Así es como hicieron carrera, entre otros, Guillermo Prieto y Manuel Payno, quienes ganaban miserias en El Siglo Diez y Nueve, pero gracias a lo que escribieron rápidamente encontraron chamba en el Ministerio de Hacienda, lo cual les permitió construir una gran carrera en el servicio público, amén de lo que hicieron como escritores.

Esa política se mantuvo durante el resto del siglo XIX y durante gran parte del XX. El periodista siempre ganó muy poco; pero no todos fueron Prieto o Payno, ni todos alcanzaron los contactos para llegar tan alto como esos dos señores. Así, a los periodistas les pagaba un mexicano que consideraba que una forma muy buena de controlar a los periodistas era darles dinero: ganaban muy poco, entonces había que completarles. A esto se refiere “la iguala”, “el embute”, “el chayo”, “el sobre” y otros nombres que ha tenido. Así, había que darles un sobrecito a los periodistas porque, pobrecitos, no tenían dinero, y además había que permitirles que estuvieran cerca de las fuentes.

Hace varios años yo escuchaba a un periodista muy famoso decir que en el medio todos los periodistas eran conocidos como “los Cenicientos”, porque en la mañana desayunaban con el Presidente, en la tarde estaban con un secretario de Estado y en la noche podían reunirse con un industrial de mucho dinero, pero tenían que irse a casa antes de las 12 de la noche para que no les cerraran el Metro.

Para la empresa la “iguala” era muy conveniente porque no tenía que invertir en los sueldos de los periodistas, y funcionaba. Pero la prensa sí desarrolló otro mecanismo para que los reporteros ganaran dinero pero sin que le costara al periódico: ponerlos a vender publicidad. Cubrían fuentes que iban a querer comprar anuncios en el periódico. Si vendían espacios publicitarios ganaban un porcentaje (esto variaba en Excélsior, 10 u 11 por ciento).

En el caso de Excélsior, durante los años sesenta y setenta eso permitía que los periodistas ganaran mucho dinero; me lo platicó Miguel Ángel Granados Chapa: la verdadera entrada de dinero estaba en vender espacios publicitarios.

Eso quiere decir que trabajar en el periódico era muy importante porque permitía tener los contactos con el poder, y era el sitio donde escribir cosas que mantuvieran estas relaciones para hacer el gran negocio de vender contratos publicitarios. De esto es de lo que en realidad vivían estos periodistas, a quienes también se les permitía tener muchos otros negocios distintos. Por esto se entiende una frase muy clásica de la prensa mexicana: “A mí no me den, pónganme donde hay”.

Así, para estos periodistas (pienso en un Carlos Denegri, por ejemplo) no había ningún problema en ganar una miseria como reportero de Excélsior, porque tenían los contactos que le permitían ganar centenas de miles de pesos y darse una gran vida.

 

AR: Hay una parte donde relata que Julio Scherer quiso modificar estas prácticas. ¿Qué ocurrió con ese intento?

AB: Scherer es una figura muy fascinante y muy compleja, que viene de esta tradición periodística mexicana de los años cuarenta, cuando él ingresó a Excélsior, y conocía todo esto. En 1968, cuando llegó a la dirección del periódico, tendió a hacer cambios fundamentales en el periódico.

Scherer detectó que había un nuevo público y que había que acercarse a él. Era un público que cuestionaba mucho a estos periodistas: allí estaban las manifestaciones del 68 que pasaban cerca de la “Esquina de la información”, y a Excélsior y a El Universal les gritaban “prensa vendida”, lo que a Scherer le enojaba mucho.

Él se vio como parte de una nueva generación y decidió que había que hacer cambios. Los más importantes, por los que lo recordamos, estuvieron en la planta editorial: contrató un montón de gente que criticaba al gobierno. Pero además intentó, aunque no lo logró, hacer cambios en un punto, por una parte tan importante y por otra tan abandonado, del periodismo mexicano: los reporteros, los que consiguen la información.

La tradición periodística mexicana no es de reporteros sino de columnistas, que son los importantes, cuando deberían ser los primeros porque son los que consiguen la información. Pero esto no pasó. Scherer los conocía a todos, y sabía perfectamente que todos tenían negocios, que vendían publicidad y que aparte tenían otros negocios: su gerente general, Alberto Ramírez de Aguilar, tenía un negocio de venta de agua destilada para los hospitales, Manuel Mejido tenía un negocio de contrabando en la frontera, etcétera. Todo mundo tenía negocios, y Scherer sabía que surgían porque estos reporteros tenían el control de las fuentes más importantes, especialmente la Presidencia de la República, que dejaban muchísimo dinero.

Quedaba claro que lo que Scherer quería era también controlar la redacción, y por eso amenazó a reporteros con quitarles esas fuentes en las que habían trabajado durante décadas. Cuando llegó a la dirección, al primero que recortó fue a Carlos Denegri; éste, como lo cuenta en una anécdota Guillermo Ochoa, llegó a meterse al despacho de Scherer a pedirle que le diera otra vez su espacio para poder seguir escribiendo. Esto debió haber sido por 1969. Scherer sí le dio el espacio a nuevos periodistas, y de allí vienen Carlos Marín y José Reveles, que allí empezaron su carrera.

Parece como si Scherer hubiera intentado, a largo plazo, también hacer un cambio en los reporteros, pero no lo logró. Era meterse en demasiados problemas, significaba poner en su contra también a la redacción del periódico, y Scherer no quería eso. Entonces al final, amenazada, pero dejó a gran parte de la antigua planta. Los reportajes y notas de Excélsior no eran tan escandalosas o tan críticas con el gobierno como sí lo eran las columnas. Los reporteros nunca llegaron a ser tan importantes como los columnistas: Daniel Cosío Villegas siempre estuvo encima de cualquiera de los reporteros, aunque éstos llevaran información muy importante.

Scherer intentó ese control pero no lo consiguió, y se enfocó más en los columnistas, que fueron la base de su periodo como director.

 

AR: A lo largo del libro se aprecia la gran vinculación del régimen de la Revolución mexicana con la prensa: hubo una fase de gran inestabilidad, de 1917 hasta principios de los años treinta; luego una era de estabilidad hasta los años sesenta, que se rompió en 1968, cuando comenzaron los problemas entre el gobierno y Excélsior. ¿Cómo se vincularon el régimen de la Revolución y el diario?

AB: Son profundamente coincidentes. Ese es uno de los asuntos que más me asombraron de la investigación: la prensa necesita al Estado y el Estado necesita a la prensa. Entonces los momentos de crisis del Estado lo son también de la prensa.

En el periodo 1916-1934, por ejemplo, el nuevo Estado apenas estaba naciendo, no había relaciones claras e institucionales; sí había reparto de dinero por parte de políticos, pero también fue un periodo de mucha violencia. Eso se observaba en los periódicos: no había una relación clara con el gobierno, no estaban establecidos los límites como sí los había marcado Porfirio Díaz.

Luego, desde principios de los años treinta y hasta 1968 ya hubo un Estado consolidado, sin un peligro real a su subsistencia porque se acabaron las sublevaciones y comenzó a invertir mucho en obra pública. Para difundir todo eso necesitaba una prensa, por lo que empezó a apoyar a los periodistas.

En esos años a los periódicos les empezó a ir bastante bien: Excélsior logró estabilidad interna, se convirtió en una cooperativa, y tuvo a sus dos grandes dirigentes, Rodrigo de Llano y Gilberto Figueroa. Así, de 1932 a 1963, todo estuvo relativamente tranquilo en el diario.

Pero en Excélsior empezó un periodo de crisis en 1963, que siguió hasta 1976, por circunstancias estrictamente internas. Eso se vinculó con la crisis del Estado mexicano, que empezó justamente en 1968 y que en 1976 estalló en la gran crisis económica. En medio estaban los problemas con los empresarios, con la Iglesia, la guerrilla, la postura de México en el exterior y una actitud del Estado de reaccionar en lugar de volver a proponer, como lo había hecho en esos años.

Todo eso quedó claro en Excélsior: dependía muchísimo del Estado mexicano, y por eso las crisis de éste le pegaron, además de las crisis que tenía a su interior.

 

AR: En las crisis del diario, incluso en su formación, fue clave el papel de los políticos poderosos: Carranza apoyó a Alducin en los inicios; al inicio de la década de los treinta Plutarco Elías Calles ayudó a los trabajadores a convertir la empresa en cooperativa; en la crisis de 1965 Gustavo Díaz Ordaz estuvo a favor de Manuel Becerra Acosta, y luego vino la de 1976, en la que siempre se ha dicho que intervino Luis Echeverría. ¿Cómo participaron estos políticos en la vida interna de la empresa y después cooperativa que fue Excélsior? Parece que, finalmente, eran los grandes árbitros de las disputas internas.

AB: Hubo muchas relaciones micro entre los periodistas de Excélsior y los políticos, y arriba hubo una enorme relación entre los que dirigían el periódico y el poder más importante: la Presidencia de la República. Siempre necesitaron el respaldo del árbitro final, porque el Estado mexicano, a partir de 1916, volvió a construirse así: uno en el que el poder más importante tenía que ser el Presidente de la República. Fue un proceso que costó mucho trabajo, que no se consolidó en 1916 sino hasta años más tarde.

Había que retomar a este presidente-caudillo que fue Porfirio Díaz, pero había que institucionalizarlo para que lo que importara fuera el cargo y no la persona que lo ocupaba. Así, con el que había que hablar era con el señor Presidente de la República.

Cuando el Estado estuvo en crisis quedó claro que las relaciones con el Presidente podían ser muy complejas. Los primeros años de Excélsior con Carranza, de 1917 a 1920, fueron de crecimiento porque el Estado mexicano estuvo dispuesto a apoyarlo: permitir que surgiera, darle dinero e información para que la difundiera entre la sociedad.

En el periodo 1920-1928 empezaron los problemas porque los hijos políticos de Carranza, los sonorenses Álvaro Obregón y Calles, no querían a Excélsior. Era una generación que se considera revolucionaria, y que vio a Excélsior y a quienes lo hacían como los restos del Porfiriato. Luego estos revolucionarios, además de tener el poder, empezaron a vincularse con la nueva iniciativa privada mexicana, lo que los hizo tremendamente ricos, lo cual se consolidó en los años de Miguel Alemán. La Presidencia era todavía una institución muy débil, cuando ni Obregón ni Calles llegaron al poder realmente por elección sino porque tenían poder político y militar. Entonces la relación con Excélsior era muy difícil, además de que en medio estuvo la guerra cristera.

Excélsior no era un periódico oficial sino oficioso, que sabía que tenía que llevarla bien con el Estado, pero que, además, necesitaba al público de clase media, que en su mayoría era católico y que no estaba muy contento con lo que estaba pasando. El diario tuvo que equilibrar entre los dos, lo que le ocasionó tremendos problemas, los que al final estallaron con el asesinato de Obregón en 1928, cuando Calles casi le echó la culpa de azuzar a los enemigos del régimen.

En el periodo 1928-1932 Excélsior intentó ser tremendamente complaciente con el Estado, y eso estuvo a punto de ocasionar su desaparición porque tampoco funcionó. Los cambios vinieron en el momento en que el Estado se consolidó con Lázaro Cárdenas y el periódico ya era una cooperativa que no dependía de las organizaciones sindicales, que podía negociar directamente con el Estado y que tenía claro que sí tenía que cuidar a su público pero también la relación con el poder. Eso le dio estabilidad, que llegó después con Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos, la cual empezó a romperse con Díaz Ordaz.

El periódico siempre buscó al árbitro supremo, y éste tenía claro que aunque fuera una cooperativa, un supuesto gobierno de trabajadores, los que importaban eran los que mandaban: quien controlaba el periódico y el que controlaba la cooperativa. Entonces había que hablar con De Llano y con Figueroa. Tan importante era esto que cuando ellos dos se murieron en 1962-1963 empezó la crisis, porque no hubo forma de que dentro de Excélsior volvieran a surgir líderes con ese poder al interior y al exterior.

Entonces el gobierno de la República, que necesitaba que el periódico estuviera en paz, tuvo que intervenir: apoyó al grupo que se quedó en 1965, respaldó a Scherer y lo abandonó en 1976 para intentar que Excélsior volviera a ser un periódico estable. Esto era lo más importante: el Estado mexicano necesitaba que el diario fuera estable en su interior para que siguiera funcionando y sirviendo a los intereses del poder.

 

AR: ¿Cómo se conjuntaron las dos crisis: las muertes de De Llano y de Figueroa en 1962-1963, con la formación de los grupos políticos al interior del periódico: el de Últimas Noticias, orientado hacia el anticomunismo y la derecha, y por otro lado el grupo renovador de Scherer, de tendencia hacia la izquierda?

AB: Excélsior era un periódico en el que había muchas opiniones. Eso es muy interesante: siempre vemos con desprecio a la prensa mexicana de los años treinta hasta 1976, y pensamos que fue una prensa vendida en la que todos opinaban igual. No es cierto: al interior de los periódicos había muchos grupos con distintas opiniones, y en Excélsior era claro: había grupos de una derecha muy radical, vinculados con los cristeros; había grupos de derecha moderada, que consideraban que debería haber un mayor acercamiento con Estados Unidos; había grupos de izquierda moderada, profundamente católica, que seguían creyendo que la Revolución mexicana estaba viva, que era un proceso institucional y que lo que había que hacer era depurar a sus miembros, y hacia finales de los años sesenta empezó a surgir una incipiente izquierda que empezaba a considerar que debería haber cambios radicales en el Estado.

Había muchas opiniones, lo que ya sabía y utilizaba De Llano; si bien era tremendamente institucional y progobiernista, consideraba que era necesario que el periódico fuera variado, por lo que presentaba distintas opiniones, primero para no comprometerse con nadie, y luego para poder decir que eran una prensa que utilizaba la libertad de expresión y que era libre e independiente.

Estos grupos, cobijados por De Llano y Figueroa, se quedaron allí durante décadas. Cuando Excélsior surgió como una cooperativa, una de sus metas era educar a sus trabajadores para que aprendieran a convertirse en los dueños de su empresa, y como tales participaran en la toma de decisiones para que todo mundo pudiera compartir los beneficios.

Al final eso nunca ocurrió. Excélsior rápidamente consolidó una división tripartita en la que lo más importante era lo que pasaba en la redacción, luego seguía la administración, que es la que manejaba el periódico, y al final el pueblo llano: talleres. De allí surgieron una serie de liderazgos, pero entre 1932 y 1963 todo mundo entendía que las voces importantes eran las de sus dos pontífices: De Llano y Figueroa. Y el periódico caminó; después de haber pasado por las crisis de los años veinte, los trabajadores de Excélsior vieron que, para empezar, ya estaban cobrando un salario, lo cual los tranquilizó; luego, que les tocaban más estímulos económicos si hacían otros trabajos, y después les permitieron tener negocitos particulares porque éstos no sólo eran de los periodistas sino a todos niveles; luego podían meter a la familia y podían aspirar a reservaciones de hoteles más baratas, viajes, compras de trajes y de alcohol. Podían hacer un montón de cosas.

Si el periódico caminaba, ¿para qué se iban a meter en problemas? Eso, más la mano dura de De Llano y Figueroa, permitió su consolidación. Cuando el Estado mexicano vio eso decidió apoyar a los dos, que Excélsior podía estar tranquilo y que podía contar con su respaldo. No había problema, todos estaban bien.

Pero pasaron los años, y cuando se murieron De Llano y Figueroa quedó claro que la cooperativa no sabía gobernarse a sí misma, que aunque tuviera un documento con las bases constitutivas con los pasos a seguir, nadie confiaba en ellas y que lo que necesitaba era alguien que la gobernara. Un cooperativista muy famoso me lo dijo de esta manera: “De repente se nos murió el papá y no supimos qué hacer”. Entonces empezaron a aparecer varios que querían ocupar ese cargo, y cada quién tenía sus ideas.

Entonces se dividieron: estaban los que venían del sinarquismo, y estos “jóvenes” de los años cuarenta que ya para los años sesenta eran importantes. No había forma de negociar entre ellos, que fue lo más impresionante. Estaban tan divididos, tan marcadas sus opiniones que se pelearon por Excélsior, y al final el que tuvo que decidir fue el árbitro supremo. Si ya no estaban los papás porque se murieron, tuvieron que recurrir al que mandaba en el país: el Presidente de la República, Díaz Ordaz.

Allí lo que quedó claro es que esta organización que supuestamente intentaba ser un modelo democrático nunca lo fue, y en eso se parecía muchísimo al país, donde había una Constitución que desde 1917 señalaba un montón de cosas que supuestamente iban a construir este país como una democracia, y en la realidad nos volvimos un sistema autoritario, paternalista, antidemocrático, en el que la voz del presidente de la República era la más importante.

 

AR: ¿Por qué en 1965 Díaz Ordaz se decantó por la izquierda con Manuel Becerra Acosta, y no con la derecha?

AB: Esa es una pregunta muy interesante que tiene mucho que ver con el enorme desconocimiento que aún tenemos del sexenio de Díaz Ordaz; pensamos en éste y de inmediato surge Tlatelolco, pero ocurrieron muchas cosas en ese sexenio. Es cierto que era un hombre muy influido por la derecha mexicana, especialmente la de Puebla; también era un hombre profundamente institucional, muy marcado por la tradición paternalista autoritaria que viene del cardenismo.

Díaz Ordaz, como secretario de Gobernación de López Mateos y ya luego como Presidente de la República, era un hombre que se dio cuenta de que había muchos grupos de poder en el país, y que la Presidencia de la República tenía que encontrar la forma de controlarlos a todos, lo cual se le hizo tremendamente difícil. Eran los años sesenta, en los que en este país había una división muy clara: por un lado estaba el Movimiento de Liberación Nacional, con un montón de intelectuales bajo la sombra del general Lázaro Cárdenas; por el otro, dentro del PRI había un movimiento mucho más cercano a la iniciativa privada, en el que estaban Abelardo Rodríguez y Miguel Alemán. En la Iglesia mexicana, además, ya se empezaban a señalar diferencias entre los grupos más conservadores, muchos vinculados al arzobispo primado de México, al incipiente poder de los Legionarios de Cristo, y los grupos que se vincularon con el pensamiento de Juan XXIII, la Teología de la Liberación y el Concilio Vaticano II.

Esto quiere decir que en el México de los años sesenta ya había el germen de profundas divisiones que estallaron en los años setenta.

Yo creo que este contexto sirve para entender por qué Díaz Ordaz tomó su decisión. Tenía dos posibilidades: los periodistas muy antiguos de Excélsior, pero que él sabía que venían de una raíz profundamente católica y derechista, que estuvieron en la guerra cristera y fueron sinarquistas, que recuerdan el caso de José Elguero, un gran columnista de Excélsior que apoyó a los cristeros, al que el gobierno de Calles expulsó del país.

Del otro lado estaba un grupo que también tenía una enorme legitimidad en Excélsior porque tenía al frente al gran Manuel Becerra Acosta, fundador del diario, y que estaba convencido de que la Revolución estaba viva, pero que al mismo tiempo era de apertura. Sí eran muy católicos, pero les interesaba un catolicismo adecuado a los tiempos que corrían.

Para 1965, cuando pasó todo esto, el país vivía la huelga de los médicos, el primer gran levantamiento guerrillero en Chihuahua y la crisis de Carlos Madrazo en el PRI. A mí me parece que en ese ambiente Díaz Ordaz debe haber preferido a este grupo de apertura pero dentro de la Revolución, más que al otro que tenía una marcada tendencia proderechista que podría favorecer las posturas más conservadoras de la Iglesia y de la élite empresarial mexicana.

No hay que olvidar que, en algún momento, a Díaz Ordaz se le ocurrió que al PRI había que ponerle un cuarto sector, además del obrero, campesino y popular: los empresarios, pero éstos se negaron. Estaban muy contentos por ser aliados del PRI, pero ser priistas era otra cosa y no le entraron.

En este ambiente de tantas posturas políticas, yo creo que en 1965 Díaz Ordaz prefirió al que le permitiera la estabilidad en Excélsior, un compromiso con la Revolución institucionalizada y, al mismo tiempo, una cierta apertura, una ligera modernidad. Esto para el Estado mexicano en esos años pintaba muy bien porque le iba a permitir (insisto, era el inicio del gobierno de Díaz Ordaz) mostrarse como renovador pero también nacionalista, cuidando los principios fundamentales de la Revolución mexicana, que para Díaz Ordaz en esos años eran imprescindibles. Esa fue una apuesta muy delicada que al final a Díaz Ordaz no le gustó.

 

AR: Un asunto interesante de la sucesión de 1965 es que el grupo de Becerra Acosta sí logró hacer alianzas con sectores importantes de talleres, que fueron los que finalmente le permitieron ganar. ¿Cómo se rompió esa alianza con Scherer? Usted llega a hablar del Olimpo del grupo dirigente, que descuidó a los trabajadores de talleres. ¿Cómo pesó esto en 1976?

AB: Ese es un punto importantísimo. Cuando pensamos en un periódico pensamos en los periodistas, en los reporteros y especialmente en los columnistas; pero se nos olvida que un periódico lo hace mucha más gente, y la de talleres era fundamental porque al final son los que manufacturaban el periódico, de ella dependía que estuviera listo en la madrugada y que rápidamente se pudiera vender.

Fueron los trabajadores de talleres los que habían tenido una participación importantísima en la creación de la cooperativa de Excélsior, que nació prometiéndoles a todos los trabajadores que volviéndose cooperativistas se iba a acabar la incertidumbre de los años veinte e iban a tener dinero. Estos cooperativistas aceptaron, y por eso no se integraron a las organizaciones sindicales que ya existían y que querían absorberlos. En los primeros años de la cooperativa ellos fueron los que ganaron menos dinero, y muchas veces se encontraron con que había que darle dinero a Excélsior para que sobreviviera.

Entonces cuidar a los cooperativistas era fundamental, y allí el gran papel fue el de Gilberto Figueroa, quien se convirtió en la mamá de la empresa porque era el que consentía a todos: cada 18 de marzo, día de la fundación de Excélsior, era el que se encargaba de hacer una enorme comida donde había un montón de viandas, mucho chupe y los mejores artistas de la época. Por supuesto había rifas para que los trabajadores estuvieran contentos. También se encargaba de dar reconocimientos y medallas a los cooperativistas más importantes, y éstos, cada que tenían un problema, sabían que había que buscar a don Gilberto. Era cuestión de ir a su despacho, ver la forma de colarse, hablar con él y decirle: “Oiga, écheme la mano; fíjese que tenga tal problema”, y don Gilberto normalmente decía que sí.

Eso quería decir que al interior de la empresa Figueroa tenía un enorme poder porque los cooperativistas confiaban en él y sabían que aunque De Llano controlaba el periódico la empresa como tal se mantenía firme. Los cooperativistas confiaban en ellos, y esta confianza se mantuvo hasta que los dos murieron.

De 1963 a 1968 el periódico estuvo en una cierta incertidumbre, especialmente los trabajadores de talleres. Sí conocían a la generación de derechistas (Bernardo Ponce, Enrique Borrego y demás), y a Octavio Colmenares, que era un trabajador de mucho tiempo antes, pero conocían más a Manuel Becerra Acosta y sabían que podían confiar un poco más en él. Entonces en ese periodo la empresa se sostuvo.

Llegó 1968 con Scherer, quien nunca tuvo una relación cercana con los cooperativistas; sus relaciones en el periódico eran con la redacción, con la dirección y con los grupos de poder afuera de Excélsior. Nunca fue alguien que los cooperativistas vieran como una de los suyos. De allí vinieron las broncas.

En estos cambios Scherer empezó a impedir que los cooperativistas siguieran metiendo a sus familiares a trabajar, y eso ya no les gustó; comenzó a considerar que había muchos trabajadores que ya deberían retirarse, lo que tampoco les gustó, y comenzaron a ver que Scherer tenía problemas con la iniciativa privada y luego con los gobiernos de Díaz Ordaz y Echeverría. Eso les preocupó mucho.

En 1972 vino el boicot de publicidad privada, del que la dirección de Scherer quedó muy golpeada. Eso los cooperativistas lo vieron con pavor porque a ellos la política en sí no les importaba mucho, no estaban muy enterados de los acontecimientos porque muchos de ellos apenas habían terminado la primaria, pero lo que sí sabían era que necesitaban su dinerito y su trabajo seguros hasta el día en que se retiraran o se murieran. Eso les preocupaba, y es lo que les empezó a pegar. Vieron todos los conflictos que tenía Excélsior, especialmente con Echeverría, y luego el asunto de Paseos de Taxqueña, predio en el que les habían prometido que todos iban a tener casa y nunca les quedó muy claro cómo se estaba manejando ese asunto.

Esa falta de comunicación entre la dirección de Scherer y los talleres, ese vacío fue rápidamente llenado por Regino Díaz Redondo, quien sí entendió que había que cuidar a los cooperativistas: era el que bajaba a talleres, platicaba con los trabajadores, les llevaba pancita los domingos para que estuvieron contentos. Así empezó a hacer una red de lealtades.

Díaz Redondo sí entendió que el poder en Excélsior estaba en los trabajadores de talleres, quienes al final eran los que iban a las asambleas e iban a votar por el que les gustara.

Scherer pudo haber sido un periodista muy conocedor, muy importante, muy culto, pero estaba lejos de los trabajadores, y por eso a su grupo le llamo el Olimpo: estaban en la cima, hablaban con el Presidente y con las personas importantes, mientras en talleres decían ¿qué va a pasar con nosotros? Y por eso éstos se acercaron a Regino, que fue quien les garantizó que, pasara lo que pasara, su trabajo estaría seguro, que la empresa seguiría y ellos podrían seguir adelante como habían estado hasta que se murió Figueroa.

 

AR: Ya saliéndonos un poco de los límites del libro, que concluye en aquel episodio: ¿qué pasó después, con Díaz Redondo? Habla usted de decadencia, y lo cierto es que se volvió a entablar un vínculo muy fuerte entre los gobiernos y el periódico hasta que fue echado en 2002.

AB: Díaz Redondo logró darle al periódico, en su interior, una estabilidad que había perdido desde 1963: su dirección tuvo problemas y fue muy cuestionada, pero haber permanecido allí desde 1976 hasta principios del 2000, cuando lo corrieron, fue algo que ni Scherer pudo hacer. Sí hubo un gobierno en Excélsior.

A Díaz Redondo le tocó gobernar Excélsior en un momento en que el Estado mexicano entró en una tremenda crisis: López Portillo heredó los problemas de Echeverría, la crisis económica y la profunda desconfianza de sectores muy importantes del Estado. Intentó limitar el gasto, establecer un gobierno racional y de repente se encontró con que México se ganó la lotería con los pozos petroleros. Empezó con gastos y gastos, y eso llevó al final a una crisis todavía peor en 1982. Al gobierno de Miguel de la Madrid le tocó encontrar a México como si hubiera perdido una guerra: no había dinero, lo que quería decir que también había que recortar los apoyos a los periodistas.

Carlos Salinas de Gortari intentó modernizar al país, y ya no le servían los viejos medios porque, además, el periodismo cambió. Cuando Scherer salió de Excélsior ocurrió un acontecimiento inaudito en la prensa mexicana: al periodista que se peleaba con el poder o con el Presidente, lo único que le quedaba era retirarse durante algún tiempo, irse a provincia a encerrarse, esperar a que el sexenio terminara y contar con aliados políticos para saber cómo podía colocarse. Scherer no hizo eso sino que aprovechó que el gobierno de Echeverría en 1976 estaba en una condición espantosa y que tenía muchos enemigos; para el 20 de noviembre de ese año (la fecha es importantísima: el día de la Revolución mexicana y antes de que terminara el sexenio de Echeverría) sacó la revista de política más importante de este país en el último cuarto del siglo XX: Proceso, pensada en sus primeros números para pegarle a Echeverría y echarle la culpa de lo que pasó en Excélsior.

Ese fue un cambio brutal, porque quiere decir que el Estado ya no tenía todas las capacidades para controlar la prensa porque apareció Proceso. Luego Scherer también se respaldó en el siguiente Presidente de la República, que resultó que era su primo, José López Portillo, quien lo dejó hacer. También tuvieron una relación muy complicada, e incluso López Portillo le quitó publicidad con Francisco Galindo Ochoa, pero al final Proceso se volvió profundamente crítico, lo que no hacía Excélsior, y sobrevivió, que es lo más impresionante.

El Estado mexicano estaba en una crisis terrible; no por nada fueron los años ochenta cuando en realidad comenzó a crecer el enorme monstruo del crimen organizado. Esto también provocó que empezaran a surgir otros medios que ya no querían tener una vinculación con la antigua prensa mexicana, la de los años treinta a los setenta. Así surgieron Vuelta, Nexos y unomásuno, hijo de Excélsior que quería ser su antítesis: tenía toda la experiencia de éste y tenía muy claro que quería ser totalmente diferente. Becerra Acosta junior sabía perfectamente cómo se hacía un periódico, y tenía muy claro que no quería ser eso que fue Excélsior. Por eso hizo este periódico en formato tabloide, con un nombre inusitado para la historia de la prensa mexicana. Las fotos, los trabajadores que tenía, involucrar a otros columnistas, el diseño, todo tenía que ser distinto. Entonces fue un periódico brutalmente revolucionario, hasta que terminó muy mal con Salinas de Gortari, cuando Becerra Acosta incluso se tuvo que ir a España.

Luego los problemas del Estado mexicano llevaron a que esta sociedad necesitara información económica, y surgieron El Economista y El Financiero porque la gente necesita entender qué demonios estaba pasando con la crisis económica. Luego, en los años noventa, vino el gran golpe del norte del país: Reforma. Lo        que querían estas publicaciones, de Proceso a Reforma (y me iría hasta Milenio) era desligarse de Excélsior y de la prensa anterior a 1976. Todas ellas, directa o indirectamente, reclaman su fecha de fundación el 8 de julio de 1976, y consideraban que esa tenía que ser su prensa.

Excélsior no podía hacer eso sino al contrario: se deshizo de su director, de todos los columnistas y de un montón de reporteros que prefirieron irse. Tenía que llenar esos huecos y no podía volverse un medio crítico del gobierno: lo necesitaba porque venía de toda esta tradición de apoyarse en el Estado. Entonces de 1976 al 2000 Excélsior se volvió un periódico profundamente gobiernista, un diario que necesitaba el respaldo del gobierno, pero éste estaba en crisis y que, además, conforme comenzaban a cambiar las cosas, necesitaba estar en la prensa. Salinas de Gortari necesitaba una prensa sí de oposición, pero que al mismo tiempo le permita convencer a la sociedad mexicana de que el proyecto neoliberal y del Tratado de Libre Comercio era lo que nos convenía. Por eso apareció Reforma, aunque terminó peleándose con él.

A Salinas no le gustaba La Jornada, tremendamente crítica, pero entendió que como estaban las cosas el país necesitaba una voz de izquierda radical, ni modo.

Excélsior y El Universal se quedaron viejos. No había espacio para ellos: eran oficialistas, duros, venían de una tradición muy antigua, no habían cambiado con el Estado mexicano. Esto llevó a que, conforme pasaba el tiempo, éste los comenzó a ver cada vez con más desprecio: a Ernesto Zedillo le importaba mucho más lo que se publicaba en Reforma o en la revista Milenio, que lo que dijera Excélsior.

En el año 2000, cuando Vicente Fox llegó al poder, decidió que esos medios no le importaban y que se rascaran con sus uñas. Le importaban la modernidad, los medios bonitos, el Milenio diario y otras cosas. Entonces Excélsior estaba en una situación espantosa: ya no tenía a los anunciantes ni el prestigio ni las firmas de antes, y empezó a perder dinero. Esto llevó, en gran parte, a que a principios del siglo XXI hubiera otra rebelión en su interior, por la cual se fue Regino Díaz Redondo. Los cooperativistas otra vez estaban espantados porque todo se estaba derrumbando, y el Estado ya no funcionaba como antes. Eso llevó a los que yo llamo “años del coma”, de 2002 a 2006, cuando Excélsior estuvo perdido: tuvo varios directores que duraron muy poco tiempo, no tenía dinero como antes, perdió anunciantes y el diario se hizo cada vez más chiquito.

Buscó alguna solución, y la única que quedó fue vender el periódico. Pero ¿cómo venderlo? ¿Qué hacer con la cooperativa? Aparecieron distintos compradores, hubo mucho más incertidumbre en el diario, y al final quien ganó fue el nuevo conglomerado llamado Grupo Ángeles; Olegario Vázquez Raña se separó de su hermano Mario, quien ya tenía desde los años setenta El Sol de México. Habían creado un enorme negocio primero con la mueblería Hermanos Vázquez, luego el de hoteles, especialmente el Camino Real, y de hospitales. Excélsior se volvió una opción en un momento en el que otra vez el país volvió a surgir el proyecto de las industrias multimedia (que son muy antiguas: el primer Excélsior lo fue porque tenía periódico y radio, alguna vez pretendió hacer cine y después hizo noticieros en televisión). Grupo Ángeles quería ser multimedia, y por eso compró estaciones de radio, creó Grupo Imagen, y de allí lo que siguió fue agarrarse este periódico, que prácticamente estaba a punto de morir.

Pero no podía ser el Excélsior de antes, y lo primero que había que hacer era terminar con la cooperativa. Los cooperativistas hasta hoy reclaman que muchas cosas que les habían prometido no se las dieron. Había que hacer un nuevo Excélsior, uno que fuera privado y muy curioso, porque quería ser joven, diferente, pero que estaba muy influido por el pasado; entonces necesitaba agarrarse de algún referente histórico. Rafael Alducin quedaba demasiado lejos, y de esta generación su referente histórico es, paradojas de la vida, Julio Scherer. Entonces este nuevo Excélsior hace lo que no hacía el de Regino: recordar el 8 de julio, decir “pues de allí venimos”, aunque este periódico haya sido el que expulsó a Scherer. Pero esta generación de periodistas que tenemos, con Pascal Beltrán del Río al frente, formado en Proceso, dijo “mi referente es ese”.

Referente número dos, que no les gusta pero ni modo: Reforma, que es el que representa el periodismo mexicano joven de los años noventa. Entonces es un periódico al que, a partir de que se convierte en una empresa privada, le ha costado mucho trabajo reposicionarse. Creo que tenía razón Jorge Fernández Menéndez cuando dijo: “Nos hubiera salido más barato fundar un nuevo periódico que rehacer este”.

No es todavía el periódico más importante, como lo fue en sus años, aunque sí es un periódico visualmente muy bonito, creo que hasta más que Reforma, pero al que también le cuesta mucho trabajo desligarse de su pasado, y a veces tiene una línea mucho más gobiernista que otros periódicos.

La historia pesa, y más aún cuando no la conocemos.

 

AR: Sobre la red de espejos: en esta, dice, pesan más las imágenes que la realidad. Y habla también de que en esta historia la sociedad está ausente; en otra parte señala que también muchas veces los lectores de periódicos no han salido a defender a los periodistas, por ejemplo. ¿Cuál ha sido la relación de Excélsior con la sociedad, qué ha pasado con sus lectores?

AB: Una parte importante, pero no numerosa, de los lectores del Excélsior de Scherer se fueron a Proceso. Para 1976, bien o mal Excélsior era un periódico consolidado, ya había generaciones que lo habían leído. Era un público que venía, cuando menos, desde los años treinta, que estaba acostumbrado a lo que le daba el periódico.

Era un público que, como actor social, pues estaba formado por el nacionalismo revolucionario, y participar en política significaba entrar al PRI; e incluso a los partidos de oposición, siempre y cuando sostuvieran al PRI. La oposición dura no tuvo espacios: estaban, por ejemplo, el Partido Comunista Mexicano y, peor aún, los movimientos guerrilleros de los años setenta.

Estaban otros grupos de oposición de derecha, a los que el Estado no veía con gusto pero que más o menos tenía que soportarlos. La verdad no teníamos un público que estuviera acostumbrado a cuestionar a sus medios y a participar en política. Cuando ocurrió 1976 creo que había un grupo pequeño pero importante que dijo: “Yo no vuelvo a leer Excélsior, me voy a leer a Scherer”, y creo que de ese grupo se nutrieron los periódicos que vinieron después, más una nueva generación a la que ni el Excélsior de Regino ni tampoco El Universal le decían absolutamente nada en esos años. Eran diarios feos, viejos, que no tenían nada qué decir, y allí podríamos incluir también a Novedades, a El Heraldo de México, a El Nacional: no tenían nada qué decir, o así se veía. La onda era, primero, leer unomásuno y luego La Jornada.

Sobre la prensa de los años ochenta, considero que entre los que se fueron con Scherer y los nuevos pasaba una cosa: que había lectores que ya podían volver a vincularse con sus periódicos, que se vuelven hasta una seña de identidad; caso específico: La Jornada. En los años ochenta había que traerla en el morral; en los noventa, cuando uno ya era neoliberal, trasnacional y usaba traje y corbata, había que leer Reforma.

Considero que actualmente el desarrollo de las redes sociales está permitiendo que este público participante, que siempre ha sido muy chiquito, pueda expresarse más. En los años sesenta el que quería expresar su opinión en un periódico tenía que escribir al correo del lector, y a veces se publicaba. En 2016, si estoy inconforme con algún asunto le mando un tuit a mi periodista favorito; a lo mejor lo lee, a lo mejor no, pero sé que esa información va a llegar. Ahora es mucho más común que estos periodistas sí escuchen a sus lectores por lo que les llega en Twitter.

Esto no quiere decir que ahora tengamos enormes públicos de lectores comprometidos. Seguimos teniendo muy pocos lectores, lo que, además, ahora es un problema, porque ahora están totalmente diversificados. Leemos poco en papel, mucho en línea y cosas distintas. Pero sí veo que en este público, a pesar de que tiene estos problemas, hay ganas de participar, de comentar a los periodistas. Esto el periodista no lo puede ignorar. Cuando un periodista recibe, por lo menos, 500 tuits quejándose de algo, lo tiene que tomar en cuenta, le guste o no, porque es el público.

Actualmente se ven cambios enormes: Televisa, por ejemplo, tiene estos cambios de conductores de noticieros, pero además ahora se le ocurre transmitir directamente en Facebook y transmitir cápsulas específicas para los que están allí. Ya no es que el público televidente vaya y se siente ante el aparato para verlo; ahora agarro mi teléfono, mi tablet, la veo, y de inmediato comienzo a comentar. Allí hay cambios brutales para el periodismo, sea en papel (que allí va a seguir) o en línea.

Pienso que ahora podemos tener un público mucho más participativo; ojalá siga siendo así y que sea mucho más, porque para la cantidad de problemas que le vienen al país en los próximos años necesitamos una sociedad que esté muy consciente de que tiene que participar. Si durante el siglo XX nos acostumbraron a que Papá Gobierno nos resolvía todo y no teníamos que preocuparnos, ahora es fundamental que la sociedad entienda que eso ya se acabó y que la única manera de resolver los problemas está en una sociedad que participe. No hay otra manera.

 



*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 193, diciembre de 2016.