domingo, noviembre 22, 2009

Los inicios del movimiento sonidero. Entrevista con Ramón Rojo


Los inicios del movimiento sonidero
Entrevista con Ramón Rojo


Ariel Ruiz Mondragón

La Ciudad de México lleva poco más de un cuarto de siglo vibrando bajos los potentes acordes de la música —fundamentalmente afroantillana, aunque no únicamente— despedida por potentes equipos de sonido que han ocupado salones y, principalmente, las calles, para dar cabida y goce a bailadores jóvenes de sus barrios más populares, lo que ha dado en llamarse movimiento sonidero, el que se ha extendido por muchas otras zonas del país e incluso hasta Estados Unidos.

De pequeños tocadiscos con los que se ambientaban fiestas, los aparatos de los sonideros se fueron volviendo cada vez más grandes y sofisticados no sólo en materia de audio, sino también de luces, lo que los hizo ganar gran cantidad de seguidores. Así, sonidos como “Amistad Caracas”, “Cóndor”, “Fascinación”, “Arcoiris”, “Conga”, “Caribalí”, “Pancho” y, en otra vertiente, "Polymarchs", se han convertido una presencia necesaria del escenario cultural urbano en las décadas recientes.

Uno de más relevantes padres fundadores de dicho movimiento, quien se mantiene vigente tras 40 años de intenso trajinar sonidero —lo que lo hace el ejemplo más representativo de esta expresión cultural—, lo es el dueño y director del Rey de Reyes Sonido "La Changa", el tepiteño Ramón Rojo Villa, quien conversó con nosotros acerca de los inicios de su propia leyenda.

Con ustedes, “¡¡¡Chchchchangaaa!!!”.

Ariel Ruiz (AR): ¿Cuándo y dónde nació?

Ramón Rojo (RR): Nací el 2 de junio de 1948 en el populoso barrio de Tepito, exactamente en la calle de Caridad 25, interior número 4, en una vecindad que todavía existe, junto a un cine muy famoso, el “Morelos”, y que después se convirtió en el Cine de Arte Tepito.

Tuvimos la dicha de nacer en ese barrio, que ha dado boxeadores, futbolistas y ahora sonideros.

AR: Usted empezó con el sonido alrededor de los 20 años de edad. ¿Cómo le comenzó a gustar la música tropical, especialmente de la Sonora Matancera?

RR: Yo era un joven inquieto en la cuestión del baile. A mí me gustó mucho el baile desde chavo, desde la época de Bill Haley y sus Cometas, de Carlos Campos, la Marimba Cuquita, la Sonora Santanera, los danzones de Acerina, y más que nada me llamó la atención la música de la Sonora Matancera con todos sus cantantes, como Celia Cruz, Nelson Pinedo, Daniel Santos, Bienvenido Granda, etcétera.

En aquella época la economía era igual que la que, creo, vamos a empezar a sufrir aquí. Tener una televisión era tener mucho dinero. Allí me empezó el gusanito del baile. Cada fin de semana, había un señor en la calle de Caridad 13 que tenía un tocadiscos (porque antes no eran sonidos, sino tocadiscos) y lo rentaba cada ocho días para quinceañeras y para bodas. A mí me daba el cosquilleo de ir a bailar, e iba a buscar a ese señor —al que le decían “El Morsolote” — para ver dónde tocaba. Yo quería ser su amigo, pero él se sentía artista, se sentía ¡uffª! Yo me acercaba a ver los discos que estaba tocando; en aquel tiempo no se hablaba ni se dedicaban canciones como ahora, nomás se colocaba el disco de acetato de 33, 45 o 78 revoluciones. Se me quedaban viendo sus ayudantes, y me corrían bien feo.

Yo lo que quería era sentir el ambiente del señor, hasta que logré que me aceptara como su amigo. Después empecé a ayudarle, cargando la bocina, la trompeta, los discos. Se iba a tocar cada ocho días a las vecindades del barrio de Tepito.

Mi mamá me regañaba porque llegaba bien tarde; yo era un chavo que tenía que estar, cuando muy tarde, a las 10 de la noche en su casa (ahora ya no hay eso, ya se perdieron la moral y el respeto —risas—). Me decía mi mamá: “Aquí tienes que estar, cuando mucho, a las 10 y cuarto; nomás no llegas y te cierro la puerta, y a ver dónde te quedas a dormir”. Entonces, bailaba dos o tres piezas y ya me regresaba a mi casa.

Pero ya conociendo a aquel señor, me gustó más el ambiente, y se me volvieron como un vicio la música y el baile, y empecé a acompañarlo. Entonces, llegábamos a la una o dos de la mañana, y en vez de irme a mi casa, pues me quedaba en la suya. Al otro día su mamá nos hacía de almorzar. Y así empezó todo este movimiento.

Yo no lo hacía con el afán de que me diera un sueldo, sino por andar con él. Yo le ayudaba a mis tíos, que compraban cosas usadas por domicilio: recámaras antiguas, roperos desarmables, lunas de Luis XV francesas, cosas de anticuario de aquella época, que la gente no sabía su valor y las vendía. Mi tío siempre andaba en el bisne con un socio.

AR: ¿Cómo comenzó a tocar en público?

RR: En aquel entonces yo me iba a las calles de Argentina, donde había un cine que se llamaba “Alarcón” –que ya no existe— y enfrente había una discoteca. Yo me acercaba a la tienda, escuchaba los discos y me embobaba escuchando la música, tanto que hasta el señor de allí ya me conocía. “¿Te gusta la música?”, “Sí”, “¿Qué clase de música te gusta?”, “Pues la Matancera”. Ponía discos de la Matancera, y yo encantado. Me enviaban a mandados, y me tardaba por estar escuchando la música.

Un día, ese señor puso un anuncio: “Se traspasa discoteca, con discos y muebles”. Me dijo: “Voy a rematar todo, ya me cansé y quiero irme a descansar.” “Oiga, ¿y cuánto quiere?”, “Sesenta mil pesos” —en esa época eran millones. Se me prendió el foco, fui con mi tío, y le dije: “¿Qué crees? Que venden una discoteca a puerta cerrada, todos los discos y todos los muebles: consolas, televisiones”. “¿Dónde?”, “Frente al cine Alarcón”. “¿Cuánto quieren”, “Pues 60 millones”. “¿Y tú cómo ves?”, “Pues está bien”, “Vamos A verlo”.

Total que fuimos a la tienda de discos, allí estaba el señor, y se lo presenté a mi tío. Éste se animó y compró los discos y la tienda a puerta cerrada. Me dijo: “Changa, vete por la camioneta”. Fui a alquilar una y nos echamos como cinco viajes de discos —y yo por acá apartando los de la Matancera—. “Quiobo, quiobo, quiobo, ¿qué te estás apartando? Mira nomás, todavía no vendo ni un pinche disco y ya te los estás apartando. Échalos pa’cá.” Eran los discos de la Matancera los que me interesaban, hasta mi corazoncito palpitaba; los guardé en una caja de “Roma”, un montón de joyas con las que empecé a hacer mi colección.

Llegamos al mercado de Tepito a descargar los aparatos, y mi tío apiló los discos, que se vendían en el suelo. Bajamos los aparatos, entre ellos un bafle; cuando lo cargué, se oía algo suelto, y era una bocina. Lo atornillé, saque un cable y dije: “¿Cómo se escuchará?”.

Para esto, pasaba la gente, pero no se vendían los discos. Entonces me dije: “¿Si le pido prestado el amplificador a las socias de la Casa Blanca?” Pues fui: “Oiga, hermana, présteme su amplificador”, “¿Para qué?”, “Pues le cayó un bafle a mi tío y quiero probarlo, a ver qué tal suena”, “Llévatelo, al rato me lo traes.”

Me llevé el amplificador, compré cable y, como estaba en el suelo en los mercados, pues le dije al de una cremería que me dejara conectar: “Sí, ¿qué vas a poner?”, “Música”. Conecté el bafle con bocina Philips de 12 pulgadas, con un Radson de 25 watts, salida de bulbos, y empecé a probar los discos. Se oían muy padre. Empezó a llegar la gente: “Oye, chavo, ¿cuánto vale el disco que estás tocando?”, “Pues 20 pesos”, “A ver, échamelo. Ponte otro”. Ya empezó a acercarse la gente, y ya después era un tocadero de discos. Sin querer, se hizo la vendimia. Que llega mi tío: “Quiobole, ¿qué?”, “Pues estoy probando los discos y los estoy vendiendo”, “Pues está bien, síguele tocando, chingá”.

Entonces pasó un hermano de las socias, y vio que yo estaba haciendo negocio con el aparato; le entró la envidia, y fue y le dijo a su hermana: “¿Qué crees? Que este cabrón está haciendo negocio con el aparato que le prestaste”, “No, véselo a pedir.” Llegó este señor: “Oiga, dice mi hermana que si le regresa su aparato”. Le dije: “Ten, allí está”. Después, me dijo mi tío: “¿Qué pasó, la música?”, “No, pues ya se llevaron el amplificador”, “¿Cómo, pues de quién era?”, “Pues de las socias”, “Ahh, ¿pues cuánto ha de costar esa chingadera?”, “No sé”, “¿Y ora?”, “Pues ahora qué, si no hay aparato”.

Pero yo me clavaba mis discos y me clavaba mi lana. Cuando terminó la vendimia, me pagó mi tío; me pagaba 35 pesos. Pero también que agarro y cuento lo de mis clavelitos, y eran 800 pesos, ¡qué a todo dar!

Yo ya había localizado un aparato igual en el Mercado de Hidalgo, en la Doctores, en unas accesorias de un señor que compraba herramienta en el Monte de Piedad y todo lo que caía en los remates, y lo vendía en su puesto. Allí vi el amplificador. Entonces que llego retempranito, apenas estaba abriendo la cortina el señor; yo llevaba mis 800 pesotes y mi pasaje de regreso. Que veo el precio del amplificador: 950 pesos. “¿Qué querías?”, “¿Cuánto cuesta el amplificador?”, “Allí está: 950. Está nuevecito, ¿lo quieres escuchar?”, “Pues sí, ¿no?”. Agarró una bocina de unidad de trompeta, y la conectó. “¿Cómo lo ves?, ¿te lo llevas?”, “No, ¿es que sabe qué?, no me alcanza”, “¿Cuánto traes”, “Ochocientos pesos”, “No, pues qué paso. Ponle 900 y te lo llevas”, “Es que ya no traigo dinero”, y que le saco la lana. “Ráscale, te lo voy a dar en ocho y medio, nomás pa’persignarme”. “En los ochocientos”, “Bueno, nomás porque me voy a persignar contigo, a ver, échale”. Me dio el amplificador, lo eché en una caja, lo amarré con mecates y me vine bien contento con mi factura y todo.

Llegué retempranito al mercado, hasta el corazón me latía; busqué un banquito, puse el amplificador, conecté la bocina, saqué los discos, le pedí la luz al de la cremería, y a vender. Llegó mi tío, “¿Qué pasó?”, “Pues este amplificador me lo prestaron”, “A ver si no vienen a chingar para que lo regreses”.

Pasaron los días, pasó una ñora y me dijo: “Oiga, qué bonito se oye ese bafle”, “No, pues es que es un amplificador”; “Y usted, aparte de que vende aquí, ¿también alquila su tocadiscos?”, “Pues sí”, “¿Y cuánto cobra la hora?”, “¿Pues hasta dónde?”, “Yo vivo hasta la colonia Clavería, en Azcapotzalco”, “Híjole, está relejos y no tengo transporte”, “Le pago el taxi, pero ¿cuánto cobra?”, y de menso le dije: “Cinco pesos la hora”. No me interesaba a mí el negocio, ni sabía cuánto cobrar. “Oiga, pues está barato. Quiero unas cinco horitas, son 25 pesos; aquí están 10 pesos, le doy la dirección. Yo pago el taxi de ida y de venida. Es este sábado, es la presentación de mi hijo de tres años.”

No, pues yo bien contentote, “me dejaron diez pesotes”. Pero no era por el bisne del dinero; ahora todo el mundo agarra el bisne del sonido por hacer dinero, y en esto se nace, no se hace. Cuando Dios dice: “Usted va a ser carpintero”, pues es uno carpintero; pero a mi Dios me dio el don de ser sonidero. Y así empecé.

Llegó el sábado, y mi madre (que en paz descanse) me vio bien apurado: “¿Y ahora qué traes?”, “Es que voy a tocar”, “¿A tocar qué?”, “Pues con el tocadiscos”, “Estás reloco”. “Sí, una señora me contrató para Azcapotzalco, para Clavería”, “¿Y cuánto cobraste?”, “Pues me van a pagar el taxi de ida y de venida para llevar el bafle, el amplificador y los discos. Para esto, ya compré una trompeta. Cinco pesos la hora”. “¿Qué, cinco pesos la hora? Estás reloco, mano. ¿Cuántas horas vas a tocar?”, “Cinco”, “¿Veinticinco pesos para desvelarme toda la noche? Ni loca. No sabes ni cobrar, hubieras cobrado más, menso”. Pero mi jefa me ayudó a sacar los aparatos y los discos. Yo lo que quería era la música, no era el fin de hacer negocio, como ahora.

Tomé un taxi, subimos las cosas, y traía la dirección: “Lléveme a esta calle de Clavería”. Llegamos al domicilio, que era una casa propia con un corredor que daba a la calle. Había globos, y se oyó: “ya llegó el tocadiscos” —no era sonido—, bajamos las cosas y pregunté: “¿No está la señora?”, “Sí, yo soy, joven, pásele. ¿Qué necesita?”, “Pues una mesita para poner el amplificador” —tal cual lo hacía el otro señor. Salí a comprar un focote de 300, lo conecté y todo, y empecé a tocar, pero tocaba puras de la Matancera, ese era mi repertorio. Salió la señora y me dijo: “Oiga, ¿qué no puede tocar otra cosa más? Cuando voy a Tepito veo que pone rancheras, danzones”, “Esos son para venta, señora”, “Pues esas son las que me gustan, esta música como que es un poco arrabalera. Póngase tan siquiera de los Beatles o de los Creedence”, “No, pues nada más traigo uno de Mungo Jerry, ‘En el verano’”, “Pues tóquese esa”. Metía esa, y ponía otro disco de la Matancera; ya después la señora me sacó de Ray Coniff, de Creedence, y de varios más. Allí empezó esa situación, hace 40 años.

AR: ¿Y cómo se extendió su fama?

RR: Después me empecé a hacer popular en Tepito; había unas chavas que hacían tardeadas los domingos atrás de la iglesia de san Francisco, en el 18 de La Rinconada, una muchacha que se llamaba Alejandra. “¿Ya tienes tu tocadiscos”, “Sí”, “¿A cómo cobras la hora?”, “A diez varos”, “¿Y qué tocas?”, “Puras de la Matancera”, que ese era mi mero mole. “Pues queremos que vayas a tocar este domingo”, “Sí, cómo no”, “Te queremos cinco horas”, “Órale”.

Llegó el domingo, llegué con las muchachas, puse mi foco, mi trompeta, mi amplificador, mi bafle y mis discos. En aquél tiempo no se locuteaba —o sea, no se, mandaban saludos, nomás corría el disco. Allí empecé, y les gustó a las muchachas. Para esto, comenzaron a correr la voz entre los amigos del barrio, y al siguiente domingo empezó a ir un poquito más de gente. Pero yo no sabía que estas chicas se ponían en el cubo del zaguán, y a la persona que entraba le cobraban por entrar a bailar, no eran tontas.

Para esto, todos los domingos había una tardeada que organizaba el PRI en la calle de Díaz de León y González Ortega, en el cubo de un edificio, y llevaban varios tocadiscos, y jalaban gente de las colonias Guerrero, Santa Julia, Buenos Aires, Granjas México, venía gente de otros barrios. Pero empezó a crecer la fama.

Para esto, yo pensaba ponerle nombre al tocadiscos. Se me vino el nombre de “Aves del trópico”; pero a mí todo el barrio me conocía como “La Changa”. Este mote venía porque yo era un chamaco activo, inquieto, precoz; me subía a las azoteas como un chango, estaba yo flaco, y me ponía a volar papalotes. Ese era mi hobby. Y decían: “¿Dónde anda la Changa?”, “Pues allá arriba en la azotea, como siempre, volando papalotes”. Y los vecinos se enojaban, porque yo andaba brincando en las azoteas, y decían que con el brincadero les provocaba goteras en sus casas.

Empezó a crecer la fama, y entonces yo le mandé hacer al amplificador, que tenía una tapa, un anuncio biselado en espejo, y le puse “Aves del trópico”. Pero dije: “En vez de ‘tocadiscos’, hay que ponerle otro tema. Pues le ponemos ‘sonido’, pues es un sonido”. De allí derivó la cuestión: Sonido Aves del trópico. Y allí empezó la cuestión del nombre de sonidos y sonideros.

Creció la reputación de que yo tocaba discos de la Sonora Matancera que no se escuchaban en la radio, como “El Tibirí Tabará”, “Yo no soy guapo”, “La guagua”, Miguelito Valdés con “Arroz con manteca”, “Linda caleñita”. Empecé a motivarme a buscar más música extraña de la Sonora. En Tepito llegaban los chachareros que iban a cambiar loza por chácharas en las zonas residenciales, y yo estaba al pendiente de los discos que vendían, y allí encontraba las joyas —joya le digo yo a discos raros, de marca cubana o americana. Allí estaba el oro molido en música.

Tanto se me hizo el hobby que dije: “Algún día tengo que conocer a la Sonora Matancera.” Era mi inquietud.

Recuerdo que empecé a hacer los bailes de estas chavas, quienes comenzaron a cobrar más en la entrada porque ya vieron que empezó a entrar cada vez más gente. Empecé a jalar a la gente que tenían los del PRI. Al que organizaba esos bailes le llegó la información de que se estaban haciendo unos bailes atrás de la iglesia con un cuate al que le decían “la Changa”. Entonces, agarró un domingo y que me va a ver, y me dijo: “Cabrón, no pensé que eras tú el que estabas tocando. Ya me dejaste sin gente, cabrón, no manches. Aquí cuánto te pagan”, “Me están pagando 80 varos cada domingo”, “Yo te voy a dar 100, güey, pero muévete para allá conmigo”, “¿De veras?”, “Sí, si quieres de una vez te pago, pero vete para el próximo domingo”. Dije: “¡Ay, güey, 100 pesotes!, ya subió.” “No sé cómo le vas a hacer, güey, pero te vas conmigo. De aquí a ocho días ya quiero verte allá.”

Total, que ese domingo les dije a las muchachas: “¿Saben qué? Este negocio ya se acabó”. Pues sí, yo veía que cada domingo crecía la tardeada, y las veía que a cada rato cambiaban de ropa, compraban zapatitos, lo que salía de las tocadas. “No, no nos hagas eso porque nosotros te dimos a conocer”, “No, no me dieron a conocer ustedes, yo me di a conocer por mi música; ustedes me contrataron, nada más.” Les di las gracias y me fui para allá.

No, pues en el nuevo lugar me empezaron a pagar 100 pesos, ya después me subieron a 150, 200, y ya era un dineral. Ya me escuchaba gente de la Doctores, de Santa Julia, Granjas México. “Oye, ¿y cuánto cobras la hora?”, “No, pues ya cobro bien caro: 50 pesos la hora”, “No, pues tenemos unos 15 años”. Empecé a hacer mi agenda, y empecé a salir a la esas colonias y a otras: Nueva Atzacoalco, Buenos Aires, etcétera. Empecé a darme a conocer ya en otros barrios.

AR: ¿En qué otros lugares empezó a tocar?

RR: En esta colonia donde vivo, la Gertrudis Sánchez, había un señor, Enrique Torres, que llegó y me dijo: “Oye, mano, cuánto cobras la hora”, “100 pesos”, “¡Ayy, cabrón!”, “Pues sí, porque tengo que pagar el transporte”, porque entonces yo ya alquilaba a un muchacho que quitaba el asiento de su carro y allí metía mis aparatos y mi bafle, y mis discos atrás, en la cajuela, y ya era la transportación que pagaba cada ocho días. “No, pues te necesito en un bautizo”, “¿Dónde?”, “En la Gertrudis Sánchez”.

Entonces había un programa en Radio Onda, de ocho a nueve de la noche, que se llamaba “Ídolos de la Matancera”. Escuché el programa, y oía que ponían pura Matancera, pero de catálogo: “Yerberito moderno”, “Burundanga”, “En el mar”, todo lo del catálogo de Peerles. Yo tenía unas joyas que no se escuchaban en la radio, de Seeco Records, de Estados Unidos, y de Panart, de Cuba. Decía el locutor José Luis Almada: “Gracias a la compañía Peerles, contamos con la fabulosa colección de la Matancera, que consta como de veintitantos elepés, y no creo que existan más discos de la Sonora.” No, pues yo me dije: “Yo traigo sesentaitantos”. Le marqué por teléfono: “Oiga, señor, ¿cuántos discos tiene de la Matancera?”, “Contamos con la fabulosa colección de veintitantos elepés”, “Uuuhh, yo les gano: tengo más de sesenta elepés”, “No, me está usted tomando el pelo”, “No, yo los tengo. ¿Conoce usted ‘Yo no soy guapo’, con Vicentino Valdés? ¿Conoce el ‘Tíbiri Tábara’ con Daniel Santos? Es una colección que yo tengo”, “Solamente viéndolos, si usted viene y nos trae esa colección”, “Mañana mismo”, “¿Deveras?”, “Sí”.

Total, dijo por la radio: “Nos acaba de hablar una persona que dice contar con una colección de la Matancera de sesentaitantos discos. La verdad, yo no le creo, pero vamos a ver si es cierto, dijo que mañana viene”.

Que voy al otro día, cargando mi caja de discos, de camión en camión, y llegué hasta Insurgentes al Núcleo Radio Mil. Llegué con la recepcionista sudando y con la cajota de los sesentaitantos elepés de la Matancera, y me dijo: “¿A quién viene a ver?”, “Al señor José Luis Almada, del programa ‘Ídolos de la Matancera’”, “¿De parte de quién?”, y ya le dije mi nombre. Y ya bajó aquel: “A ver, ¿quién es la persona que trae los discos?”, “Yo”, “¿Tú eres el que hablaste ayer? A ver, enséñame los discos”, y que comienzo: “Aquí está Miguelito Valdés, ’La guagua’ con Celia Cruz…”, “No’mbre, tienes una buena colección. Esto es importante, hay que pasarte al aire. A ver, súbete tu caja.”

Ya en el aire, dijo: “¿Se acuerdan de una persona que me dijo que tenía más discos de la Matancera? Pues ya lo tenemos aquí, ¿cuál es tu nombre?”, y ya me entrevistó. “A ver, con qué empezamos”, y que empiezo con “El Tíbiri Tábara”, y de allí subió el programa y yo más, porque les prestaba la música y ellos me pagaban anunciando mis bailes.

Total que llegó el día del bautizo, y lo anuncié a través de la radio, y no’mbre, aquello era un mar de gente a las seis de la tarde, se llenó la calle de esquina a esquina. Puse una trompeta enfrente, y también un bafle. Me dijo el de la fiesta: “Oye, hermano, si la fiesta es de nosotros, no tuya”, “No, es que la anuncié por el radio”, “Pues para qué la anuncias. Mira nomás qué de gente, hay más que mis invitados. Bueno, pues tú tócale”.

Entonces que al señor se le prende el foco, y como era de la policía, me dijo: “¿Y si hacemos tardeadas aquí afuera, te aventarías?” Luego luego vio el negocio, y le dije que sí.

AR: ¿Ese es el origen de las tocadas en la calle?

RR: Sí, esa fue la primera vez. Él sacó el permiso para hacer tardeadas, pues trabajaba en la policía. Cada ocho días anunciaba y anunciaba, y hacíamos las tardeadas viernes y domingo, y estaba lleno, aquí en la calle.

Una esposa mía, que ya murió, y la esposa del señor, eran las que cobraban a los que estaban bailando; les ponían un listoncito y les cobraban por bailar, a cinco pesos por persona. Era un mundo de gente…

Empecé a jalar gente de todas las colonias del DF; se escuchaba en la radio, y comencé a ser popular. Después ya no eran “Aves del trópico”, sino “La Changa”. De hecho, cuando me empecé a hacer popular, hice mis tarjetas con mi dirección de Caridad 25. Tocaba yo en las vecindades, ya que me alquilaban para bodas o 15 años, y llegaba gente mientras mi abuelita estaba viendo la televisión, y le tocaban. Mi abuela, que ya estaba grande, les contestaba: “¿Quién?”, “¿No sabe dónde va a tocar Ramón?”, “¡Aquí no vive Ramón, vayan a buscarlo a su casa!”, y se enojaba.

Entonces me dije: “¿Cómo le hago para que no le toquen a la abuela?”. Pues que compro un pizarrón, y allí ponía: “Tocada en tal calle”, lo colgaba y me iba a tocar. Ya llegaba la gente, no le tocaban a la abuela y me iba a seguir.

AR: ¿Hasta a las fiestas particulares?, ¿dónde más empezó a tocar?

RR: Hasta a las fiestas particulares, olvídate. Después me llegaron ofertas de tardeadas ya fijas: empezó a salir el Salón “Los Pepes”, los miércoles en la Agrícola Oriental, y los sábados me salió en el Salón “FBI” —que era un corralón donde el señor Fernando Briones criaba puercos. Este señor vendía tacos de carne de cerdo, y llegaban los chavos del baile del miércoles de “Los Pepes”, tenía una sinfonola y se ponían a bailar. Le dijeron: “Oiga, ¿por qué no hace unas tardeadas aquí, en su terreno?”, “No, pues es que tengo mis puercos”, “Pues encierre los puercos”, “¿Pero a quién traigo”, “Pues a La Changa”, “¿Qué es eso?”, “Pues un sonido que toca. Tráigalo, y va a jalar a un chorro de gente”.

Un día fue don Fernando a contratarme a “Los Pepes”: “¿Cómo trabajamos?”, “Pues al cincuenta y cincuenta”. Mandó a hacer sus propagandas, me alquiló por primera vez, y pues fue un llenazo —estamos hablando de unas 500 personas.

Por lo regular tocaba yo diario, no únicamente los sábados. Cuando empecé a salir del “FBI” los sábados, me salían eventos y me iba a 15 años o a bodas, y todos los chavos, con sus carros, me seguían; iba como una caravana detrás de mí, para ver hasta dónde iba yo a tocar. Estaban picados del baile y picados del chupe, y pues seguían a “La Changa”.

AR: ¿De qué años estamos hablando?

RR: De los años setenta, principios de los ochenta, que fue la época dorada de los sonidos, cuando se invertía poco y se ganaba más; ahora se invierte más y se gana poco.

Bueno, con el señor Briones dio resultado “La Changa”, tanto que hasta dejó el negocio de las carnitas, vendió los puercos y con todo lo que ganaba empezó a echarle cemento al piso y a la construcción del techo, para un salón.

Fueron unos exitazos tremendos: “Los Pepes” el miércoles, el “FBI” los sábados, los martes iba a Santa Anita, Iztacalco; luego pasamos a Coyuya, al salón “Los Espejos”. Allí tocaba, hasta que por fin llegó el día en que fui a incursionar a Estados Unidos.

AR: Además de la Matancera, ¿qué otra música tocaba?

RR: Empecé a tocar cumbias de la costa colombiana, de Andrés Landeros, Alfredo Gutiérrez, de la misma Sonora Dinamita —“Se me perdió la cadenita” fue un disco que yo traje. Empecé a viajar a Colombia desde 1978, y dos veces por año iba por música. Gastaba de mi bolsa un boleto de avión y organizaba mi dinero para pagar hotel, taxis y para comprar música. Así empezó el movimiento de “La Changa”.

También empezamos a viajar a Toluca, Puebla, Pachuca, León.

AR: ¿A dónde empezó a salir fuera de la ciudad de México?

RR: A Toluca, a Puebla. En Puebla, la primera vez que llegué eran las seis de la tarde y el lugar, que se llamaba “El Cuescomate”, en la colonia La Libertad, estaba lleno totalmente. Llegué esa vez con una camionetita —pensaban que iba yo a llegar con un trailer— con mis roperos, mis trompetas, mis twitters y una luz de faro de avión que daba vueltas con un motor. Ellos ya tenían una pirámide de bafles chiquitos, como caseros, y que va llegando “La Changa” con sus dos roperos y sus trompetas: “¿Qué, esa es “La Changa”? Uuuhh, pues le vamos a dar vuelta, nosotros tenemos un montón de bafles”. Pero no vieron qué tipo de bocina traía yo, una de 22 para los graves. Cuando empiezan a sonar lo changazos “¡Chchangaaa!”, y empiezo a hablar, pues a la gente le gustó.

Allí empecé a tener éxito en todo lo que es Puebla, una motivación para toda la gente joven de aquella época, y así empezó a crecer “La Changa”.

AR: ¿Dentro de la República, hasta dónde ha llegado a tocar?

RR: He estado en Tijuana en el Salón “Las Pulgas”, en Acapulco, en Oaxaca, la gente siempre responde.

AR: ¿Con qué otros sonidos empezó usted a alternar?

RR: Retomando cuando yo tocaba en las tardeadas en la Gertrudis Sánchez, que eran un éxito, un día se me acercó una muchacha y me dice: “Oye, manito, ¿tú conoces al Sonido ‘El Rolas’?”, “No”, “Es un cuate que toca bien padre, es de allá de San Juan de Aragón. Te lo voy a traer para de aquí a dentro de ocho días, para que te lo presente”, “Órale”.

Yo no hablaba ni nada en el sonido, traía un micrófono de esos de los tamaleros. Llegó el domingo, y la muchacha me dijo: “Mira, te presento al ‘Rolas’”, “Hola, mucho gusto”. Continuó la chica: “Déjalo que hable”. “Aquí les voy a presentar al Sonido ‘El Rolas’”. Y agarró ‘El Rolas’ y dijo: “Damas y caballeros, muy buenas noches; les habla XRHH Sonido ‘Rolas’, directamente de Las Lajas, Peñón de los Baños”. Y me dije: “¡Aahhh! Yo quiero hablar como este cabrón”.

Empezamos a hacer un mano a mano entre ‘El Rolas’ y ‘La Changa’ a los ocho días; él tocaba puras cumbias de Los Corraleros de Majagual, y yo tocaba pura Matancera. De allí empezamos a hacer una mancuerna que duró 11 o 12 años.

AR: De ese encuentro a usted le dio por hablar en el micrófono.

RR: A mí por hablar, y a él por conseguir la música que yo tenía. Hicimos mancuerna, y llegamos a tocar todos los viernes y domingos en un cine que se llamaba “Cinco de mayo”, acá por Eduardo Molina. Yo estrenaba música, y a los ocho días la conseguía él, pero yo ya le sacaba otra diferente. Entonces, el que ganaba era el público.

Eso era lo bonito, porque ahora se ha perdido la esencia, el glamour hacia la música sonidera. Por ejemplo, “El Cóndor”, que tiene ya su estilo, que no se sabe si es rocanrolero, si es discotequero… Él emplea mucho la leperada, la grosería; eso no, ese no es mi estilo. El público merece un respeto; yo digo groserías, pero disfrazadamente, no lo digo a boca de labio, ni lo digo tan fuerte, ni directo. Por ejemplo, eso de “¡Chingue a su madre el que no baile!”, ¿pues qué es? Y mete música de rocanrol. Antes era el pique mental hacia la música: si tú me tocas un tema, yo tengo otro mejor, a ver si lo tienes. Eso era lo bonito, y el que salía ganando era el público.

AR: ¿Con cuáles sonidos empezó usted a alternar?

Empezamos a hacer aquella mancuerna “El Rolas” y “La Changa”, y hacíamos que la gente se motivara. Empezó un compadrazgo; pero como siempre: cuando hay dinero, hay problemas. Llegó un momento en que “El Rolas” ya se sentía más que “La Changa”, y entonces decidimos que cada quien por su lado, cada quien agarrara su camino y al que le vaya mejor. Un día salimos mal en la “Cinco de mayo”: se hizo un baile un dos de noviembre con Super Grupo Colombia y otros más, además de sonidos como “Fascinación”, “Cristalito Porfis”, “Leo”. Estuvo precioso ese baile. Pero todo el dinero se lo llevó “El Rolas”, a mí no me dio ni un quinto. Me dijo que porque yo “qué había hecho”; pues qué había hecho, pues siempre vengo a trabajar, le dije. “Pero es que tú ni pegaste publicidad, ni sacaste el permiso, y yo hice todo ese trabajo. Ni contrataste a las orquestas, ¿qué hiciste?”

Entonces le dije: “O sea que a mí no me toca nada”, “No, y házle como quieras, yo no te voy a dar nada.” De allí nos distanciamos el señor y yo, y eso que éramos compadres. Pero todo tiene un castigo: a través del tiempo, él dónde está y yo dónde estoy. Aquella noche de la disputa se dio cuenta la competencia, que era el Deportivo León, en la Nueva Atzacoalco, y el del Sonido “Festival Latino” me habló y me dijo: “¿Por qué no te vienes para acá?”, “Pues sí”.

Entonces anuncié por micrófono que ya me iba a cambiar para el Deportivo León el próximo domingo, y que ya no iba a estar con “El Rolas”. La gente me siguió para allá, y lo dejé sin gente. Ya después él bajó el precio del boleto, y llegó un momento que hasta gratis, y ni así entró la gente. Se la llevó “La Changa”.

También alterné con “Cristalito Porfis”, “Fascinación”, Sonido “Maracaibo”, “Caribalí”, “Arco Iris”, toda esa gente de antaño.


*Una versión más breve de este texto apareció en Replicante, núm. 18, primavera de 2009. Reproducida con permiso del editor.