domingo, julio 26, 2009

Razonar las pasiones literarias. Entrevista con Juan Villoro




Razonar las pasiones literarias.
Entrevista con Juan Villoro*


Ariel Ruiz Mondragón

Una de las tareas básicas y principales de todo escritor es la lectura, a través de la cual puede fundar y contrastar su propio estilo. El enriquecimiento que obtiene de ese contacto resulta invaluable, ya sea desde una perspectiva crítica o desde el intento de emulación.

Algunos autores también han dedicado textos a la apreciación crítica y a participar el entusiasmo que les generan los libros de sus colegas: van desde el vituperio hasta el elogio. Con ello comparten su forma de leer la literatura y, en no pocas ocasiones, aportan pistas para aquilatar su propia labor.

En De eso se trata (México, Anagrama, 2008), uno de sus libros más recientes, Juan Villoro reúne un conjunto de ensayos en los que revisa aspectos de la obra de varios de los autores. En ese sentido, como él mismo lo anota en su prólogo, “el desafío esencial del ensayista consiste en argumentar virtudes”. De esa forma el libro es un viaje lector por donde nos guía el autor.

Con Villoro sostuvimos una conversación en la que tratamos algunos de los temas centrales planteados en el libro: la pasión por la lectura, Hamlet y el Quijote, el multiculturalismo y la literatura, los autores como viajeros, así como el papel de la academia y el periodismo en la vida literaria, entre otros.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué reunir y publicar estos ensayos, y publicarlos hoy?

Juan Villoro (JV): Creo que una de las reflexiones necesarias de toda persona que escribe es: ¿cómo leemos? Pienso que la lectura es un tema implícito en toda forma de la escritura: no se puede escribir literatura si antes no se ha leído. Los autores que nosotros admiramos han sido, ante todo, lectores. A mí me interesa mucho, cuando un autor me atrae, no sólo leer su obra, sino también saber cuáles son los autores que lo apasionan. La lectura es, de alguna manera, la pretemporada, el entrenamiento, el boxeo de sombra de un autor para llegar a escribir sus obras, y, un poco, la originalidad de un autor no es otra cosa que la forma en que se apropia de manera personal de las cosas que ha leído.

No todos los autores escriben ensayos; aunque practiquen la escritura, no sienten la necesidad de razonar sus entusiasmos como lectores. No es mi caso; a mí me gusta de cuando en cuando tratar de establecer una conexión entre los autores que me interesan y los lectores. Me gustaría pensar que en De eso se trata haya un estímulo para que los autores que me han interesado puedan ser leídos. Es un libro pensado para que la gente que no ha se ha acercado a estos autores lo haga, o bien, para que la gente que ya lo ha hecho pueda encontrar alguna circunstancia novedosa en estos autores.

Yo creo que es esto: una reflexión sobre la lectura a partir de algunos autores que me apasionan. Trato de explicarme por qué estos autores me han cautivado. Muchas veces nosotros presenciamos un hecho estético, sentimos una emoción muy honda, pero no logramos argumentar nuestra pasión, no sabemos por qué esto nos ha conmovido de esa manera. Entonces yo he tratado de razonar estas pasiones en De eso se trata.

AR: Me atrajo mucho la primera parte de su libro, donde habla del curso que tomó con Harold Bloom. Usted habla de la tarea del crítico negativo, y menciona que se puede criticar un libro malo hasta para lucirse. Por el contrario, dice que la tarea del ensayista-reseñista consiste en argumentar virtudes. ¿Usted diría que esa es una distinción entre el crítico y el reseñista?

JV: No, son funciones muy distintas. Por un lado está la del crítico, que está en un observatorio de la realidad, que trata de establecer lo que vale la pena y lo que no, de contribuir a conformar el gusto de una época, y eso poco a poco se va a convertir en la tradición. Esa es la función de alguien que publica en una revista o en un periódico, y que está siguiendo cotidianamente la lectura. Pero cuando uno escribe un ensayo sobre un autor, es un poco ocioso escribir un largo ensayo para decir que no vale la pena.

Al mismo tiempo, es no sólo más provechoso, sino mucho más difícil razonar las virtudes de un escritor. Decir lo que no está bien en una obra, su imperfección, es muy sencillo. Podemos decirlo de El Quijote: escribir un ensayo negativo acerca de él es lo más sencillo del mundo: podemos decir que es una obra arbitraria, que incluye novelas que no tienen nada que ver con el tema, que tiene muchos despistes del autor, que pierde el burro de Sancho y no lo recupera, que utiliza un lenguaje muy confuso para la época y que incluye lo popular de una manera indiscriminada, o que sostiene toda la narración a partir de un tipo delirante que no sabe lo que está pasando. Para muchos lectores, El Quijote fue una novela divertida, pero no fue una novela clásica sino hasta dos siglos después de publicada.

Entonces, escribir lo que uno no ve en una obra, lo que uno no encuentra, es lo más sencillo y lo más ocioso; lo difícil es razonar las virtudes que están allí y compartirlas con los demás. Eso es mucho más complejo, y yo creo que los grandes ensayos, en este sentido, tratan de compartir esas pasiones, no se limitan a decir “pues yo he leído las obras completas de Proust y no entendí, no vi nada”.

AR: El libro empieza con dos ensayos sobre dos de los más grandes escritores, Shakespeare y Cervantes. Usted encuentra dos personajes lectores: Hamlet, que lee palabras, palabras y palabras, incluso como daga envenenada, y el lector radical, el Quijote. ¿Cuáles diría usted que son los matices de estos personajes lectores?

LV: Yo quería empezar el libro con una crónica hacia el ensayo; quería jugar con la posibilidad de que el lector entendiera cómo se escriben estos ensayos. Digamos que si el libro fuera una obra de teatro, la primera parte ocurriría en la tramoya, lo que está tras bambalinas, el proceso del maquillaje, la prueba de vestuario, los ensayos de voz, todo eso. Entonces, ese primer ensayo no es tanto una reflexión sobre Shakespeare —tema del que se ha escrito muchísimo—, sino es una crónica hacia el ensayo: cuento el momento en que estoy escribiendo, cómo la lectura de su obra tiene que ver con el año de 1994 —cuando yo estaba en un seminario sobre él, y que fue un año muy estrujante en la vida política de México por el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el levantamiento zapatista—, y cómo estos sucesos tienen que ver con algo aparentemente lejano en el tiempo, como son las tramas de Shakespeare, que repentinamente se vuelven próximas.

Luego está el caso del seminario que tomé en la Universidad de Yale con Harold Bloom, cuando yo daba clases allí. Vi cómo un hombre explica a Shakespeare; tomé notas de ese seminario, algunas de las cuales no aparecen en su libro La invención de lo humano, porque él se estaba preparando, estaba improvisando, y dijo cosas muy interesantes.

Además está la traducción de Tomás Segovia, que nos acerca asombrosamente a Shakespeare, y que encuentra la fórmula “De eso se trata” para el monólogo de Hamlet, que antes se había sido traducido como “Ser o no ser. He ahí el dilema” o “Esa es la cuestión”, que son traducciones correctas, pero un poco forzadas o artificiales, y de repente aparece esta versión tan cerca de nosotros. Entonces, digamos, este acoso hacia una obra inagotable yo lo quería escribir en el tono de una crónica intelectual para que el lector tuviera claro desde el primer texto cuáles son las coordenadas del ensayista, cómo se deja influir por su época, cómo trata de relacionar su época con autores distantes, cómo busca mediaciones que los acerquen –como la traducción de Tomás Segovia-, cómo se basa en la interpretación de los otros –como es el caso de Harold Bloom. Es decir, de eso se trata: de acercar las cosas.

Entonces, este es el primer ensayo, y los demás, si esto fuera una obra de teatro, digamos que estamos en el ensayo general tras bambalinas en el primer texto, y luego ya en las funciones de la obra.

Respecto al papel de la lectura, que es esencial a todo el libro, en Hamlet encontramos a un lector enormemente lúcido y racional, que es alguien que está obsesionado por la duda, y en cierta forma podemos pensar que es el primer intelectual contemporáneo: es alguien que se opone a los mandatos de su tiempo, como sería por honor vengar la muerte de su padre. Somete este mandato al tamiz de la reflexión, esto lo lleva a la duda, y Hamlet no solamente menciona las bondades inteligentes ella, sino la parálisis a la que puede llevar la intelectualización de las cosas, y también los desastres a los que puede conducir la razón cuando se somete al impulso, como toda la mortandad que ocasiona Hamlet.

Entonces es un intelectual con los vicios y con las luces del intelectual, y en este sentido es una figura inagotable y apasionante.

En el caso del Quijote, encontramos a un lector absoluto, el último lector de un género, el de caballerías, que él confunde con la realidad y trata de ponerlo en práctica; es un lector que ya no distingue lo que está leyendo de lo que está viendo.

En cierta forma, tanto Hamlet como don Quijote nos llevan a una reflexión sobre la manera en que leemos. Cuando nosotros leemos un libro y nos cautiva, no solamente hemos entendido esa obra, sino que podemos leer una realidad en esa clave. O sea, nosotros podemos entender el sistema político mexicano en clave kafkiana, o las intrigas políticas en clave shakespeariana, o la lucha de un hombre solitario en clave quijotesca. Entonces, la realidad se convierte en otra forma de la lectura, como ocurre con el Quijote.

Yo creo que todo el libro es una reflexión sobre los modos que tenemos de leer.

AR: Hay otro ensayo que me interesó mucho, que es el de Lichtenberg; usted destaca en éste su promoción de la alteridad, de la otredad en aquella Europa del siglo XVIII. En ese sentido, ¿usted considera que Lichtenberg haya sido una suerte de precursor del multiculturalismo?

JV: Sí, desde luego. Yo creo que no fue un precursor sistemático porque él no escribió ensayos sobre estos temas; dejó apuntes muy lúcidos que prefiguran la modernidad. Yo había traducido los aforismos de Lichtenberg para el Fondo de Cultura, y esta versión la leyó Wolfgang Premies, quien fue el primer traductor al alemán de Julio Cortázar, un hombre que leía bien español, y que entonces presidía la Sociedad Lichtenberg; me invitó a la ciudad donde nació aquel en Alemania, a un congreso en el que escogió como tema el descubrimiento de América, porque se cumplían 500 años de esta fecha. Al mismo tiempo yo venía del Nuevo Mundo.

Lichtenberg tenía reflexiones muy interesantes, muy adelantadas a su época, sobre la idea del descubrimiento de lo otro; uno de sus aforismos más famosos tiene que ver justamente con el desembarco de Colón, y en vez de que diga que Colón descubrió algo, anota que el primer americano que vio a Colón hizo un descubrimiento atroz, porque con éste descubrió el colonialismo; este indígena supo que él iba a ser víctima de ese descubrimiento. Es algo muy interesante y muy avanzado para la época.
Fue en el siglo XVIII cuando se pusieron en cuestión todos los valores establecidos, y se establecieron las pautas de lo que hoy llamamos “modernidad”. Una de estas pautas es, en efecto y como bien señalas, el interés por el multiculturalismo y por apreciar la principal lección de la antropología, que consiste en criticar lo propio y entender lo ajeno. En ese sentido, muchos de los aforismos de Lichtenberg tienen que ver con ello.

Como decía, nunca escribió de manera sistemática al respecto, pero sus lectores podemos hacer lo que yo he tratado de realizar en este ensayo, que es reunir todas aquellas reflexiones que tienen que ver con el tema del otro, y establecer una visión antropológica que creo fue muy novedosa para su época.

AR: En ese sentido, pienso que se puede establecer una oposición con el caso de Borges, cuando, como usted bien señala, consideraba que el arte indígena es regido por la fealdad y que es ajeno a los cánones occidentales. Por allí hace usted una crítica del multiculturalismo. ¿Hay algún canon universal que nos permita apreciar y valorar la calidad de una obra literaria, venga de la cultura que sea?

JV: No, eso es imposible, porque toda cultura está inmersa en una tradición. Los lectores rusos, por ejemplo, consideran que Dostoievski era un autor muy descuidado, cosa que nosotros no notamos tanto; en cambio, aprecian mucho la prosa de Tolstoi, de Chéjov o de Turgueniev. Cada tradición tiene, digamos, su propia valoración, y tiene autores que son clásicos hacia adentro; por ejemplo, mi poeta favorito es Ramón López Velarde —sobre quien escribí una novela que tiene que ver con su poesía, El testigo—; pero a mí me asombra que sea un poeta muy poco conocido en otros países de habla hispana, no digamos en otras lenguas. O sea que se ha mantenido como un clásico muy nuestro, un clásico hacia adentro; en cambio, de pronto hay autores que sorprendentemente gustan en otras partes.

Entonces, considero que en ese sentido es difícil saber qué le puede gustar a todas las culturas, y no tiene por qué haber un gusto homogéneo. Yo creo que una de las riquezas de la cultura es que precisamente el gusto se resiste a la homogeneidad, y autores que en una época fueron muy celebrados, dejan de serlo después. Creo que uno de los errores que cometemos es el de pensar que la tradición es única, y que al mismo tiempo está clausurada. Las tradiciones son múltiples, están abiertas y podemos intervenir en ellas. Autores que hoy damos por inamovibles en la tradición, van a ser olvidados, y otros que ahora no consideramos tan importantes, van a serlo.

Pienso que de eso se trata la valoración de lo multicultural. También creo que ha habido una sobreexposición o sobreexplotación de lo multicultural; es decir, una cosa es entender genuinamente el valor de la alteridad, y otra cosa es justificar cualquier cosa a partir de la alteridad. Justificar el fundamentalismo islámico, la burka en las mujeres, la ablación del clítoris en aras de la multiculturalidad, me parece absurdo. Entonces, el problema es ver hasta dónde podemos justificar las cosas a través de una visión multicultural y hasta dónde no. Ese es un tema de discusión muy interesante.

AR: Otro aspecto que destaca de los autores es la de su calidad de viajeros, el contacto con otras culturas, lo que es muy claro en el caso de Cervantes y hasta Lowry. ¿El viajar significa una ventaja para un literato?

JV: No, para nada, no lo creo. Ha habido grandes escritores que han sido sedentarios, y grandes filósofos también: Kant era tan sedentario —vivía en la ciudad de Koegnisberg— que la gente ajustaba su reloj por la hora en que él salía a caminar. Ha habido autores que no han salido nunca de su país, que han recorrido un territorio muy limitado, y desde su cuarto han podido ver el mundo: Kafka, que vivió fundamentalmente en Praga, hizo unas cuantas excursiones a Berlín, a Viena, viajó poco, pero logró hacer una literatura que es un símbolo de todo el siglo XX.

Pienso que esto es una cuestión personal. En De eso se trata me ha interesado mucho en qué situación se ponen los escritores para escribir; es una de las cosas que más me interesan, porque tú no puedes escribir al margen de tu vida. Muchas veces la forma en que estás viviendo va a determinar cierto tipo de obra, y sólo se logran ciertas obras con ciertos riesgos de vida que no todos se atreven a correr.

Para muchos autores, el viaje ha sido fundamental; para algunos, el viaje a México ha sido particularmente importante. Son los casos de D. H. Lawrence y de Malcolm Lowry, quienes aparecen en este libro. En ellos la errancia es absolutamente central, pero hay otros autores cuyo tema es otro. Por ejemplo, a mí me interesa mucho Klaus Mann, por el complejo con su padre: la dificultad que tiene de ser hijo de un escritor célebre, que no solamente escribe obras egregias, sino que está escribiendo sobre los mismos temas que él. Entonces me interesaba analizar la novela Mefisto a la luz del éxito del padre, del fracaso que tuvo el hijo con el mismo tema, que es el asunto eterno de la cultura alemana: el pacto fáustico. Esta situación llevaría a Klaus Mann al suicidio; allí la situación de la escritura es siempre una a la sombra del padre. Puede romper con ella o no, eso me interesa mucho.

Otra manera de explorar el tema es el viaje no en el territorio, sino del escritor hacia sí mismo, como es la escritura de un diario. Pienso en una época como la nuestra, que depende de la sobreinformación en la cultura del espectáculo y del escándalo, la sociedad de consumo que todo el tiempo nos está invitando a comprar cosas, en la que nos llegan mensajes a nuestros celulares y a nuestra computadora sin que los hayamos pedido, en que salimos a la ciudad y estamos recibiendo cosas que no queremos a partir de los mensajes de los anuncios.

En esta sociedad, de las pocas oportunidades que tenemos de estar solos son la lectura y la escritura. El diario es una doble oportunidad de estar solo, porque es algo que se está escribiendo sin tener lectores inmediatos, sin conversar con nadie, en donde el escritor está tratando de viajar al fondo de sí mismo. Entonces, la escritura de los diarios es esta soledad con doble candado que también he tratado de explorar. En este caso, la situación en que se pone un autor es como la de la isla desierta, y ésta es el diario, aunque el autor esté rodeado de los otros.

Entonces, digamos que se trata de buscar distintas estrategias que han tenido los escritores para hacer su obra. Ha habido escritores que han sido enormemente sociales, como Goethe, exitosos en su tiempo, hombres poderosos que han logrado una obra extraordinaria, mientras hay otros que lo han hecho desde un rincón absolutamente castigado, apartado.

AR: También me interesa saber cuál es el papel de la academia en su trabajo sobre literatura. En el libro, por ejemplo, rescata lo de Harold Bloom, quien detestaba las interpretaciones sicoanalíticas de Shakespeare, o la inflación teórica que buscan los estudios políticos y estructuralistas. También me llamó la atención donde Lichtenberg habla de Robinson, que decía que un paradigma de la vida intelectual era aprovechar sus pocas lecturas para ampliar sus experiencias. En ese sentido, ¿cuál es hoy el papel de la academia en la vida literaria? Observo que por parte de muchos literatos y de no pocos críticos cierto rechazo al trabajo académico.

JV: Yo soy un autodidacta, y nadie puede escapar a su propio itinerario. No estudié la carrera de Letras, sino que estudié Sociología, con una visión un tanto ingenua: en aquella época pensaba que lo que era una pasión —la literatura— se iba a convertir para mí en un matrimonio por conveniencia, y yo iba a matar este interés si me dedicaba a sistematizar mis lecturas para hacer una tesis para pasar seminarios. Estudié Sociología, que me interesó mucho, y creo que me metí muy a fondo en ese tiempo en los estudios; sobre todo me interesó la parte más abstracta de la disciplina, que es la Sociología del conocimiento. Creo que en los ensayos y en las crónicas que escribo hay algo de una visión de historia de las ideas, o de la forma en que las ideas tienen que ver con la realidad, pero nunca desde una óptica muy sistemática.

El género que más leo y que más me interesa es el ensayo, y muchos de los ensayistas que aprecio son profesores. Por ejemplo, en De eso se trata hay muchas referencias a Roger Bartra, al que aprecio muchísimo, que es un gran antropólogo, un académico en toda forma, con quien tengo un diálogo continuo.

Yo no seguí la carrera académica, me hubiera gustado; me hubiera gustado hacer un doctorado también en Sociología del conocimiento, no en Literatura.

Entonces, yo no tengo repudio por la academia; he sido profesor, he tenido la oportunidad —sobre todo en universidades del extranjero, que son más flexibles con el currículum— de dar clases de Literatura, porque mi campo es ese. De manera autodidacta, he tratado de relacionarme con los alumnos, y afortunadamente he podido dar clases en las universidades de Boston, en la Pompeu Fabrá de Barcelona, en Yale, y aquí en la UNAM durante cinco años. Esto me ha alimentado mucho.

He participado en muchos congresos donde hay académicos, y la relación con ellos para mí ha sido muy necesaria. Por ejemplo, cuando yo escribo de Cervantes, trato de seguir una ruta personal y de relacionar la lectura de Cervantes con autores contemporáneos; pero no puedo ignorar a Canavaggio —el gran biógrafo de Cervantes—, a Francisco Rico —que es un académico que ha fijado las ediciones contemporáneas de Cervantes—,a Martín de Riquer —que ha escrito ensayos luminosos sobre él—, en fin. Yo me apoyo, hasta donde puedo, en la academia, pero sé que mi papel no es el del especialista.

No soy un académico; estoy en una zona intermedia del narrador de ficciones que quiere comunicar sus pasiones, y tampoco puedo usurpar el papel de un académico que lo sabe todo sobre el tema. Creo que los académicos se van concentrando en áreas de su especialización y se ocupan del Renacimiento o de un autor de esa época; hay casos como el de Francisco Rico, que es un notable petrarquista y cervantista, pero no se interesa en Hemingway.

En mi caso, es la vida de un lector que es disperso, que va leyendo cosas de distintas épocas y que trata de comunicar esto, sin llegar nunca al rango del especialista.

AR: Usted dice sobre Chéjov que lo importante en él no es qué pasa en el cuento, sino si éste es interesante. En el sentido chejoviano, ¿qué es lo interesante?

JV: Chéjov es un maestro de la economía, es el gran renovador del cuento moderno a partir de las cosas que no están en el cuento. Es un maestro de las ocasiones perdidas y de cómo lo que no está presente en el cuento lo está influyendo. En sus relatos aparentemente se está narrando algo simple y fácilmente comprensible, pero esto tiene que ver con una realidad mucho más honda, que va aportando el lector.
La gran lección de Chéjov es el control de lo no dicho; es una de las cosas más difíciles de lograr en la literatura. Muchas veces alguien piensa que un cuento de Chéjov es esquemático, pero simplemente es porque no puede, no logra ver lo que está abajo del cuento. Digamos que, a partir de esta técnica, Hemingway desarrolló su famosa metáfora de que todo cuento es como un iceberg, del que sólo vemos lo que está en la superficie, pero la masa fundamental está abajo del agua. Esa es la gran aportación de Chéjov.

Entonces, un lector poco atento, superficial, esquemático, pues diría: “estas me parecen historias folclóricas de campesinos rusos, y nada más.” Pero detrás de ellas hay una visión del mundo, de la religión, del destino sumamente interesante.

AR: Acerca de la relación del periodismo con la literatura, un ejercicio que menciona en los casos de Chéjov, Hemingway y Lowry, ¿en qué ayuda al literato el ejercicio periodístico?

JV: Como todas relaciones próximas y apasionadas, el periodismo puede ser un gran beneficio para la literatura, y un peligro extremo. Yo creo que una de las cosas más importantes que te da el periodismo es la disciplina para escribir; muchas veces el autor está esperando el momento de gracia en que sea tacleado por las musas y arrastrado hacia la obra maestra, y este momento no llega nunca. En el periodismo no tienes más remedio que cumplir con el trabajo, y te da una disciplina extraordinaria en el oficio.

Otra lección central es la de la claridad —esto para los que creemos en la claridad de la prosa y en la fluidez del lenguaje. El periodismo se lee en el aquí y en el ahora, no puede posponer sus lectores y obliga a que todo sea comprendido. Eso me parece muy importante.

Luego, hay una lección moral que me parece central, y es que en el periodismo las razones no están dentro de ti; tú no eres el demiurgo que controla el mundo y decides quién muere y cuánto tiempo llueve en tu obra, sino que no puedes falsear los hechos de los que dependes, y debes lograr que esos hechos, que no has inventado tú, sean creíbles para los demás. Eres un intermediario, y yo creo que esta es una gran lección moral, porque te da una humildad respecto a los temas. Creo que por eso muchos de los escritores que han ejercido el periodismo tienen una curiosidad de vida y una modestia ante el oficio superiores a los que solamente han escrito otros géneros. Rara vez encuentras la soberbia de un escritor de ficción en un periodista. Esto me parece central: la economía y la concisión son ejemplos.

También está el hecho de que todo gran periodismo es literatura bajo presión. Creo que las obras de Martín Luis Guzmán en el campo de la crónica perduran con la misma fuerza que sus obras en el campo de la ficción.

Los peligros, por supuesto, también están allí: que de la claridad pases a un facilismo de las fórmulas y a una sencillez excesiva; que no te atrevas a buscar nuevos aspectos formales por estar demasiado pegado al esquematismo necesario del periodismo; que no seas capaz de darle rienda suelta a las zonas de divagación de la literatura porque estás demasiado acostumbrado al número de caracteres que puedes escribir ahí, incluso a la retórica que exige tu periódico.

También está el desgaste de que conviertas en reportajes o artículos temas que podían ser tratados mucho mejor en la ficción. Asimismo el periodismo escribe muchas tentaciones: como tiene una repercusión inmediata en el público, pues muchas veces el periodista acaba representando un personaje que debe tener una determinada ideología, una determinada conducta y no se atreve a decir cosas políticamente incorrectas. Por su parte, la literatura está hecha de cosas políticamente incorrectas, inesperadas, y en ese sentido el autor de ficción no debe ser tan sensato como el periodista. Entonces, romper con esa sensatez, tener el descaro de llegar a una radicalidad incómoda, no siempre es fácil para el que está muy acostumbrado al periodismo.

Esas son las luces y las sombras, pero en el fondo yo creo que es un ejercicio muy benéfico. Yo defiendo mucho no solamente la influencia del periodismo en la escritura de ficción, sino el periodismo mismo como una muy alta forma de la literatura cuando llega a sus niveles más elevados.

AR: Una última pregunta: como usted reproduce en uno de los textos del libro, a Malcolm Lowry México le parecía, a la vez, paradisíaco e infernal, “el sitio más apartado de Dios en el que uno puede encontrarse si se padece alguna forma de congoja; es una especie de Moloch que se alimenta de almas sufrientes.” En su opinión, ¿qué encontró Lowry en México que lo llevó a afirmar esto?

JV: Lowry, desde muy joven, tuvo una tentación por la aniquilación; tenía una resistencia física extraordinaria, y tuvo una borrachera prácticamente continua durante casi cuatro décadas, hasta que finalmente aniquiló ese cuerpo robusto que parecía resistirse a ser destruido. En su vida siempre estuvo la autodestrucción, y curiosamente él en México encontró el paisaje perfecto para poetizarla. Encontró un mundo extraordinariamente estimulante, sensible y sensual, y al mismo tiempo injusto, discriminatorio, desigual, muy cercano a la violencia y a la muerte, ultrajado, acomplejado.

De esa contradicción entre los estímulos sensuales y la imperfección de la realidad logró sacar su única gran novela —porque él estaba llamado a escribir una sola gran novela—, que es Bajo el volcán. Yo creo que es extraordinario, y es una cosa que exploro a lo largo de todo el libro: cómo un autor se pone en situación para lograr esa obra que se le ha resistido. Él encontró aquí este infierno y este paraíso que era necesario para su obra, y la ubicó en un día en Cuernavaca.

A mí me gusta mucho una idea de él que dice que “todo este desastre, toda esta miseria se van a convertir en belleza por obra mía”; o sea, el estímulo del arte no es necesariamente lo que ya es bello, sino muchas veces el ultraje, el sufrimiento, la herida, la caída, el oprobio que el artista puede convertir en belleza. Y como él era un artista de la autoaniquilación, necesitaba eso, y aquí lo encontró. Entonces, es un tema fascinante.

* Una versión de esta entrevista fue publicada en Milenio semanal, Núm. 607, 8 de junio de 2009. Reproducida con autorización de la directora.